Odisea VI: Sueños de una adolescente

Einar Goyo Ponte


El evidentemente nuevo narrador que es el “Segundo Homero”, tan diverso del enfocado de la Ilíada, inicia el relato -salvo el primer verso- de esta nueva rapsodia sexta,  con un personaje completamente desconocido. Para nosotros, lectores modernos, se trata de un procedimiento, una elipsis habitual en el arte novelístico, pero  hace casi 300o años era una audacia mayúscula. Abandonar a su héroe en las playas de una tierra desconocida y concentrarse en una nueva figura era verdaderamente riesgoso. Incluso para quien siglos más tarde recopila, redacta y estructura lo es, pues los antecedentes son escasísimos.
Así comienza Odisea, VI, con la atención puesta en un personaje desconocido pero crucial. En forma de sueño estimulador, Atenea se adentra en la noche de una adolescente, la princesa Nausícaa, hija de Alcínoo y Arete, reyes de Esqueria, la tierra a donde ha llegado Odiseo. Fíjense la elipsis dentro de la elipsis: no son los reyes, los poderosos, los que verdaderamente moverán voluntades y embarcaciones para devolver a Odiseo a Ítaca, sino su hija más joven, en teoría menos capaz de realizar lo que el marino necesita.
La materia del sueño es la más recurrente en una adolescente: el descuido de sí misma, su inminente futuro como princesa casadera, el despertar de su sensualidad y su deseo por el sexo opuesto. Atenea viene no sólo a hacer que Nausícaa auxilie a Odiseo: va a hacer que éste despierte a la mujer dormida que habita en aquella.
La Odisea transita desenfadadamente por los predios de lo erótico: jóvenes solas, sin compañía masculina cerca, en un río, ropas mojadas, juegos, risas, toda una imagen inédita en el código épico. Ni siquiera el interludio erótico de la Ilíada tenía el calor libidinoso de esta escena.
No será lo último. Pietro Citati (2008) la ve, discutiblemente, como una encarnación de Artemisa, a menos que se juegue con la ambigüedad de las vestales, consagradas a la vida de la naturaleza. Virginidad y asexuación no caminan juntas a menudo.
Un juego de pelota lleva a Nausícaa de la despreocupada niñez postrera a la pubertad con sus ardientes y ambiguas aristas. Y a Odiseo, del sueño del devastado por el mar al temor del nuevo peligro.  Como un mísero sobreviviente, lleno de sarro y desorientación se les aparece en pavorosa imagen a los jóvenes inocentes. Sólo a Nausícaa da Atenea el valor para sostener la mirada y el temple. Desde el canto III de la Ilíada se nos viene hablando del verbo de Odiseo. Lo asoma Helena y Príamo lo confirma. Por fin presenciamos su encanto y su poder: En sus palabras la figura y el cuerpo de Nausícaa pasa de ser mortal a diosa, también él la compara con Artemisa, halaga su estirpe mortal y predice la felicidad sensual de quien la gane como esposa. Nausícaa prueba, posiblemente por primera vez, las mieles de un piropo de lujo, improvisado pero enjundioso; elaborado pero sedoso. Odiseo obra el prodigio: en una docena de hexámetros transporta a la princesa de su mundo de alcoba, juegos  e inocencia al vértigo de la adolescencia femenina, toda expectativa y deseo, toda miedo y fascinación. En el verbo seductor de Odiseo, Nausícaa es única, asombrosa, y él es muy poca cosa, tanto que teme y duda si abrazarse a sus rodillas en modo de súplica o seguirla contemplando con el respeto magnético con el que contemplaríamos a los dioses. Giro astuto, genial, definitivo del discurso de Odiseo es representarse tal cual es: un sobreviviente, escapado de la muerte, con todo perdido, harto desgraciado, tanto que ni siquiera un trapo posee para cubrir sus vergüenzas. Al hombre del verbo seductor une el marino la figura del desahuciado. Nausícaa no solamente podría amar al portador de tan cautivantes palabras, podría ser el apoyo de su reconstrucción, su benefactora, el inicio de su resurrección. Como diría Unamuno, que solía unir con frecuencia ambos conceptos. Toda amante es mujer y madre a la vez de su pareja, y ninguna desdeña poder unir los dos roles.
Pero, ya que lo que relata Odiseo es verdad, tenemos que la historia se reitera. Aún no lo sabemos, pero ya es múltiple.  Odiseo es, de nuevo, un sobreviviente y un desamparado, y allí volverá a ser rescatado, otra vez,  por una mujer, como antaño lo habrá hecho Calipso.
La palma de Delos que Odiseo cita en su discurso reafirma a Citati la presencia de Artemisa. La palma y el olivo son los signos de Artemisa y Apolo, los dos gemelos paridos por Leto, y que la ayudaron a apoyarse mientras los daba a luz. Pero, en el discurso del héroe tiene un leve matiz erótico que redondea la escena. En la traducción de Pabón: “una joven palmera advertí que en tal modo se erguía./Cuando allí vine a dar, larga hueste escoltaba mis pasos/en jornada que había de traerme dolor y desgracias;/y al hallar aquel tronco gran rato quedé sorprendido/entre mí, porque nunca otro igual se elevó de la tierra.” Quizás he leído demasiado a Freud y a Bachelard, pero para mí esto es un símbolo fálico donde los haya. El mismo Citati accede a ese sentido:
[La palmera] se conservó inmortalmente joven y ahora encarna el recuerdo de los          dioses, la gracia juvenil, la belleza vegetal, la virginidad de Nausícaa y su próxima          fecundidad, deseada por la muchacha.
Asistimos entonces al primero de los silencios inmensos, poderosos, sugestivos que habrá entre Nausícaa y Odiseo. Silencios donde cabría un mundo u otra historia, una donde posiblemente el marino no regrese a su casa y Nausícaa encuentra la felicidad como una bella durmiente devuelta a la vida. El elogio de Odiseo no obtiene respuesta. No podemos saber qué pensó de él la princesa. Sólo podemos suponerlo por lo que ella hará desde ahora hasta la partida de Odiseo. Pero entre ambos las palabras se quedarán suspensas, se desviarán hacia otros caminos o se convertirán en miradas. Esta vez, imagino, las palabras de Odiseo se quedan resonando dentro de la princesa. Manda a lavar al sobreviviente, las vírgenes obedecen muy prestas, pero Odiseo exhibe pudor y se retira solo.
Cuando vuelve Atenea realza su presencia con hermosura y gracia. Nausícaa lo ve y al encanto del verbo en el cuerpo manchado de mar, se une ahora la semejanza a los dioses. Ya no tiene salida: los dos se irán por separado, pero ella lo llevará en su mente, con esa suerte de virginidad perdida que es el abandono de la niñez. Odiseo encarnará las fantasías núbiles de la joven. Todo el camino pensando si pudiera ser ese el esposo con el que soñó a través de las historias y los mitos que abuelos y padres sembraron en sus juegos y noches. Es lo que revela discretamente en el temor confesado a Odiseo sobre el habla intrigada de sus gentes. La palabra marido y la imagen de la boda, sutiles, disimuladoras del eros juvenil, se repiten en su discurso.
Pero no será sino hasta la segunda mitad del Canto VIII que los dos volverán a verse. Nausícaa ya sabe que el forastero se irá pronto pues sus padres le han prometido devolverlo a su tierra. Se encuentran en una esquina del palacio. El viene de vuelta del baño, ungido de aceite y de la luminosa protección de Atenea. ¿Qué hace ella ahí, parada en la puerta por donde él pasará? Piensa en él, como quizás no ha dejado de hacerlo desde la mañana en la ríada, y lo espera para despedirse. Le pide que no la olvide pues a ella deberá su retorno y su rescate. Calipso lo rescató también, de la soledad y de la muerte. Incluso quería darle más que las demás: la inmortalidad, pero Nausícaa le regalará lo que Odiseo más ansía: el regreso. Dos formas nítidas de amor: la posesiva que sólo respira en la presencia omniconstante del amado; la desinteresada, que superpone la felicidad del otro a la suya propia. Sólo un Odiseo de retorno de todo lo que ha vivido podría valorar esta entrega. Pronto entenderemos la pulsión doble que agita el viaje del marino a su casa. Este ya ha superado esa tensión, por ello elude, también con la elegancia y la sugerencialidad de todo el episodio, a la joven, última tentación en su periplo para no regresar. El encuentro entre ambos y su relación es de un encanto y ternura inversamente proporcionales  a su brevedad. Todo entre ellos se resume en frases galantes, de sincera admiración y arrobo, en las cuales existe una insensible pero firme convicción de imposibilidad. Nausícaa lo coloca en el centro de sus sueños de adolescente cercana al matrimonio, como modelo del hombre al que ella le gustaría enlazar su destino. Y él, acaso contempla en ella, mucho de su juventud perdida, reconoce sus encantos y no puede ocultar el deseo de detener su errar y abandonarse en el seno de esta joven. Está fresca, sin embargo, la lección de Calipso. Siete años de abandono en el amor de la ninfa no apagaron el ansia de retornar, no borraron a Penélope. Por ello Odiseo, dispone que el deseo ceda a la gratitud y al afecto infinito. De todas las mujeres encontradas en su camino, Nausícaa será venerada como una diosa por Odiseo, al llegar a su patria, pues fue ella, así lo reconoce en el Canto VIII, quien le salvó la vida. Ella será idolatrada en el recuerdo.
Sin embargo, nada la desprenderá ya de la estela femenina que Odiseo va dejando a su paso en su viaje de retorno de todos los intentos de retorno.
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P. Citati (2008) Op. Cit.

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