Ilíada VI: Las mujeres de Troya

Einar Goyo Ponte


El intercambio inextricable
En sus primeros versos,  la sexta rapsodia de la Ilíada parece una continuación de la morosa y unipersonal por turnos descripción de la batalla: Diomedes, en la prolongación de su Aristeia, sigue sembrando cadáveres por el campo. Lo imitan Euríalo, Polipetes, Odiseo, Antíloco Nestórida, Agamenón, Menelao, quien está a punto de ganarse nuestra incondicional simpatía, al iniciar el gesto de perdonarle la vida a Adrasto, quien en una nueva muestra de la endeble virilidad de los troyanos, se abraza a sus rodillas y pide que no lo mate, pero Agamenón, implacable, lo conmina a que deseche la buena voluntad, y al final vemos al esposo de Helena, apartarlo de su lado para que el comandante de los aqueos pueda alancearlo ferozmente.
Pero ya en el hexámetro 72, el canto va alcanzando una autonomía muy peculiar. El próximo episodio vuelve a poner en entredicho la entereza de carácter de los de Ilión. Heleno Priámida aconseja, convencido de que es una excelente idea, que en mitad del furor de Diomedes y los argivos, Eneas cubra las murallas, pero no para que las protejan mejor, sino para permitir más libremente el retorno de Héctor a la ciudad, a ver a su madre y esposa, a rogar al templo de Atenea, y, por supuesto, tomarse un cooling break de la guerra. El colmo es que Héctor, mientras se va a su casa, arenga a los troyanos a “Ser hombres” y mostrar valor. Homero, o sus continuadores, los que modificaron, agregaron, y quizás alteraron el texto original de la Ilíada, sea en Lineal B u otro código de escritura, años, décadas o siglos después de su creación, tenían un sentido de la ironía o del humor, bastante acendrado.
Sea para cubrir el oprobio del “domador de caballos”, o para dar una nota más de color o humor a las ya muy sangrientas líneas, se inserta un memorable pasaje, hartamente estudiado, desde Platón hasta nuestros días, incluso en este interesante #Homero2019, que se erige en una hermosa digresión de casi 120 versos. En ella se enfrentan en la batalla Diomedes, ungido de su gloria, y Glauco, del lado troyano, pero en lugar de herirse o matarse como a los guerreros que se han enumerado al comienzo del canto, estos piden identificarse.
A partir de allí, la intervención de los discípulos de Homero empieza a convertirse en la más plausible explicación para las aparentes incoherencias que van a sucederse.
La primera es expresada por Diomedes, quien luego de haber herido a Afrodita y a Ares, en el episodio anterior, una de las razones que esgrime para preguntar quién es su adversario es que “no quisiera luchar con las celestes deidades”, y recuerda a Licurgo que se atrevió a ello y perdió la vista en castigo. (¿Acaso teme Diómedes un destino similar? ¿Podría ser la hybris también un presentimiento? ¿Está en el seno del estilo homérico, del singular o del plural, decir las cosas lo menos cerca posible del estilo directo?)
Glauco responde con una maravillosamente pertinente reflexión sobre la brevedad y la sucesión de la vida de los hombres: “Cuál la generación de las hojas, así la de los hombres…” Y enseguida inicia la estupenda digresión que nos lleva al mito del héroe Belerofonte. Glauco es su hijo, pero éste nos remite a su genealogía que despunta con Sísifo, el astuto, estafador, castigado con la roca inmensa que debe subir por la cuesta ascendente, sólo para verla caer de nuevo y así, eternamente.
Pero el relato se concentra en el héroe padre del contendor de Diomedes. En el destierro de que lo hizo víctima Preto, en la calumnia que su mujer Antea, semejante a Fedra contra Hipólito en el mito correspondiente, urde contra el héroe. Por ella, Belerofonte completa su hazaña más famosa: el combate con la Quimera, a la cual mata, luego combate arduamente con los sólimos, y extermina a las amazonas. Es emboscado por los soldados del rey de Licia, los vence, se casa con la hija de quien deseó su muerte y engendró a sus tres hijos, de los cuales, Hipóloco, único sobreviviente, engendró a Glauco y lo envió a Troya. Belerofonte terminó odiado por los dioses y por ello perdería a sus otros dos hijos.
No es esta historia, esta elipsis, sin embargo, lo extraño del episodio, sino su conclusión.  Diomedes recuerda la hospitalidad que Eneo dispensara al abuelo de Glauco, recuerda el intercambio de presentes, anuncia que serán huéspedes el uno del otro en el futuro, por lo cual declina combatir con el licio/troyano, y éste lo acepta. Deciden intercambiar armas, y entonces, el narrador agrega que Zeus hace perder el juicio a Glauco pues cambia sus armas de oro por las de bronce del aqueo, perdiendo en ello 91 % de su valor.
Quizás pensamos erróneamente que en la Ilíada todo debe ser o tender a lo heroico, y por ello nos resulta en extremo bizarra la aparente incoherencia de este episodio. G. S.Kirk (1990) cree que es una inserción de humor divergente, utilizada como transición del sangriento heroísmo de los aqueos contra los troyanos hacia el episodio sentimental de Héctor dentro de las murallas.
A otros estudiosos, sintetizados diáfanamente por Teodoro Rennó Assuncao (2002), como Dacier, Pope, Walcot, Donlan, Andersen, Craig, Scodel, Calder, Mauss, Benveniste, Bazant, Finley, Traill les resulta tan complejo como a nosotros, pero barajan diferentes respuestas para aclarar este enigmático pasaje. Los dos primeros asientan la interpretación en el uso en dos ocasiones más, futuras en el poema, de la misma expresión acerca de lo que hace Zeus, o sea “hacer perder la razón” a Glauco, a pesar de que en ellas tienen distintas connotaciones. Una entre Ayax y Héctor y otra entre Agamenón y Aquiles (en rapsodias XVII y XIX, respectivamente), pero ninguna de las dos rompe la atmósfera heroica. Los cuatro siguientes derivan hacia la hipótesis de que Glauco, consciente de que Diomedes le es superior, le cede sus armas más valiosas para granjearse su benevolencia, lo cual en la descripción del episodio que hemos hecho arriba, resulta bastante incoherente, y no explica para nada la sorpresiva intervención de Zeus. Más interesante es lo que proponen Calder, Mauss y Benveniste, acerca de que la costumbre de intercambiar armas y con ello afirmar un pacto más que tácito, de protección, de reconocimiento mutuo de honor, de trueque no mercantil, era demasiado antigua para que Homero o los homéridas la entendieran a cabalidad. Ello explicaría la intervención del Padre de los Dioses, precisamente para entender lo que ni el poeta comprende y atribuirlo a una locura que sufre Glauco. Esta propuesta olvida, no obstante, que en el complemento del relato del mito de Belerofonte que Diomedes hace tras la exposición de Glauco, se refiere otro canje de aparente desproporción: el de Belerofonte que cambia una copa dorada por un tahalí púrpura que le ofreciera Eneo, todo en nombre de la hospitalidad, costumbre avalada nada menos que por Zeus, lo cual devuelve a la órbita de lo incomprensible el acto divino de éste.
Finley pone la mira en el hecho de que en los poemas homéricos ningún don o intercambio se coloca en un contexto de desproporción, sino que por el contrario siempre está relacionado con el pacto, el honor y el respeto, con pleno sentido del valor. Con lo cual mantiene la interrogante en Zeus. Cosa que Traill intenta despejar al proponer su interesante visión de que el intercambio de armas poco valiosas por unas extraordinariamente meritorias que hacen Glauco y Diomedes, justificaría las evasiones de la gloria que éste último habría alcanzado si los dioses le hubiesen permitido tomar las armas de Fegeo o los caballos de Eneas, tras herirlo en batalla, en Ilíada, V. Que Zeus quite la razón a Glauco, sería el don compensatorio a Diomedes. Scodel contrapone que por más caprichoso que nos parezca la acción de los dioses, ésta siempre responde en función de lo que el héroe ya desea antes de que estos actúen, tanto en concesión como en negación, y hasta el momento Zeus no ha mostrado interés ninguno en lo que Diomedes hace, salvo quizás la queja de Afrodita herida.
La conclusión de Rennó Assuncao conviene a nuestra visión, pues utiliza el texto y el mito que contextualiza la escena como fundamento: el relato de Belerofonte subraya que el destino humano está en manos de fuerzas que le son ajenas e imprevisibles, sean estas los dioses o el hado (no son lo mismo, pronto lo veremos), y que sus hazañas, ética o sufrimientos no son necesariamente coherentes con su destino. Belerofonte prefigura lo que serán Diomedes y Glauco, en corto o mediano plazo. Ahora resuenan con un significado ulterior las frases sobre lo perecedero de la condición humana del licio.
Sobre Zeus, acotaríamos, al margen, que los humanos les presentamos problemas de comprensión a los inmortales con nuestros actos. A posteriori, el tonante inserta la locura momentánea en Glauco, para intentar darle sentido, a algo que ni humana ni divinamente lo tiene. Recordemos el insomnio de Zeus en Ilíada, II. Algo debe hacer el dios para recobrar el sueño.
La condición femenina
Por fin entra Héctor a Troya, y la primera persona que le sale al encuentro es su madre, Hécuba, quien lo invita a tomar dulce vino, y él se niega, pero le encarga preparar los ritos a Atenea, para que les sea favorable. Esclavas y matronas la siguen en cortejo. Teano, vestal de hermosas mejillas, les abre la puerta del templo, ofrenda el peplo (¿quiere decir que se desnuda?) a las rodillas de la estatua de Atenea (¿es una imagen de la diosa sentada?) y ruega, sin éxito, por supuesto.
En esta parte del canto, tan pleno de mujeres (el primero de toda la Ilíada), el próximo personaje con quien Héctor se topa es su hermano Paris Alejandro, sentado junto a Helena. Riñen los dos hermanos, y Paris accede a volver a la batalla.
Pero el primer cuadro sorpresivo del fragmento lo protagoniza Helena, quien nos muestra un inesperado perfil trágico: se autoflagela verbalmente, abomina de su nacimiento, denigra de sí misma, pero lo más notable es la descripción de su condición femenina y sentimental: raptada por Paris y apartada de Menelao, siente que no tiene, de verdad, sostén masculino. Parece esperar mucho más de Paris, que lo que este le da, e incluso por un momento pareciera ser demasiado solícita con Héctor, acaso buscando en él el apoyo que no tiene en su hermano. En cualquier caso, la figura de Helena sigue siendo tremendamente enigmática. ¿Es una víctima? ¿Ama realmente a Paris? ¿Volvería con Menelao si pudiera? Si no ama a ninguno de los dos, ¿se encuentra en un predicamento peor pues no disfruta de la libertad de elección ni de voluntad para hacer lo que conviniese a su vida? ¿Es un juguete de Afrodita?
Tres mujeres han salido al paso de Héctor, desde que volvió a la ciudad, pero ninguna es la que él está buscando. Las esclavas le indican que no está en su casa sino en la torre de Ilión, divisando los acontecimientos bélicos,  que no la alientan. Héctor corre a encontrarla, y ella viene bajando por las puertas Esceas, por donde mismo ha entrado él hace ya un rato. La búsqueda por parte del héroe de su esposa tiene algo de angustioso, tiene que desandar sus pasos, atravesar de nuevo la gran ciudad, correr, hasta que por fin sale a su encuentro Andrómaca, acompañada de una sirvienta que carga a Astianacte, su hijo.
La escena que sigue es, excepcional, y por su ubicación en la historia de la literatura, de un valor imaginario y dramático extraordinario. De nuevo, tenemos que recurrir a la Biblia para encontrar un pasaje similar, y el texto hebreo es probablemente posterior. No hay nada así en Gilgamesh, por ejemplo. La visión polémica del problemático retorno de Héctor a su casa, se disipa aquí, pues parece evidente, que toda la ficción anterior relativa a ello, ha sido concebida para poder fabricar esta escena.
Andrómaca, desesperada, añorante de su esposo, teme por la muerte del mismo en la ferocidad de la guerra, y le pide que no vuelva a salir de los muros. Está sola, ha perdido a su padre y hermanos, nada menos que a manos de Aquiles. Las flechas de Artemis han matado a su madre. Sólo le resta su esposo, y su hijo, y sin Héctor, todo entra en incertidumbre, pues sabe que los aqueos asedian y tienen oportunidad de penetrar los muros de Ilión.
La respuesta de Héctor no puede ser más conmovedora. Héctor sabe que Troya caerá, aunque no nos aclara de donde le viene la triste seguridad. Es quizás el balancear las dos posibilidades que la guerra arroja. Le parece, tal vez, más probable que Troya caiga a que los aqueos se retiren. Pero no es por Troya, ni su padre, Príamo, ni su madre Hécuba,por lo que Héctor insiste en luchar. Lo que se le hace insoportable es que Andrómaca y su hijo caigan en las manos de los argivos, y perezca o la priven de la libertad, y que él ya muerto no pueda auxiliarles.
Homero mueve el foco del fragor bélico y se fija en el doméstico, en el temblor de una casa, en la grieta de una pareja y una familia, en el lado mortal de los guerreros y sus cariños, en su vulnerabilidad más reconocible. Han pasado siglos y la guerra de Troya ya no se libra, pero su mito, su tragedia, su historia vasta e intensa se ha reiterado en Cartago, en Roma, en Valencia, en Roncesvalles, en Camelot, en Numancia, en Masada, en Gaza, en Paris, Madrid, Londres o Verdún. El soldado muere luchando, enzarzado en el cuerpo de su contrario y su tiempo se concentra en ese momento en el que perece o se salva, pero dentro de las murallas, las víctimas civiles en su espera suspendida, en la crispación de la expectativa del final, contemplan en quizás lentísima sucesión la pérdida de casas, parientes, paisajes, afectos, costumbres, la vida en su núcleo y en su pulpa carnosa. Esa perspectiva civil, que se apropia de la figura femenina para hacerse sensibilísima es la que invade el canto, y quedará indeleble en el poema. Como si no bastase el diálogo febril de los esposos, Homero no deja de mostrar al que no habla, al niño Astianacte, que se espanta del aspecto de su padre, y este cede y se despoja de su imagen de guerrero para poder abrazarlo y luego consuela a su esposa, y le solicita retornar a esa vida, que para él, hombre, guerrero, protector de la ciudad, parece ya tan lejana. Allí está, redondo, todo el simbolismo del pasaje. Diomedes, Aquiles, Ayax, Pándaro combaten para desafiar al tiempo, para la memoria de los hombres venideros, para garantizar que lo se diga de ellos en el futuro, sea digno. Luchan por sí mismos, o por su areté. Héctor lo hace por su familia, por la preservación de su vida doméstica, aquella que sólo puede vivirse en paz.
Las parcelas simbólicas de lo femenino y lo masculino en los poemas homéricos están cargadas de diafanidad y sentido, los mismos que sembrarán la historia futura de la cultura que engendró la sociedad occidental.

________
 1) G. S. Kirk (1990) The Iliad: A commentary. Vol. II. Cambridge University.
2) Teodoro Rennó Assuncao (2002) L’echange des armures entre Dioméde et Glaucos (Iliade VI, 232-236) en Ágora. Estudos classicos em Debate. Universidade Federal de Minas Gerais. (Recuperado 10/2/2019 en : http://www2.dlc.ua.pt/classicos/armures.pdf


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