Odisea I, II, III: Telemaquíada
Einar Goyo Ponte
La Odisea se revela más cercana, más contemporánea.
Entendemos mejor lo que ocurre, lo que persigue su héroe y las reacciones de
sus personajes antagonistas y aliados. El mundo que se nos describe allí es
sustancialmente este mismo en el que nos hemos habituado a vivir, resguardando
la paz y conjurando los fantasmas de la guerra.
De una remota época heroica
provienen los hechos, la célula oscuramente histórica que Homero convierte en
materia de sus poemas épicos, La Iliada y La
Odisea. Estos aqueos ambiciosos, avasallantes que intentan asolar las
costas del Asia Menor son los Ahhiyawa de los textos hititas y egipcios de los
siglos XV o XIII a.c. Y lo que se desprende de ellos en esos antiguos
documentos los representa inquietantes y temibles.
Esta época corresponde a la
del dominio de estos mismos griegos, producto de la civilización micénica, pero
ya tocados con la deslumbrante huella de la cultura cretense, del mar
Mediterráneo. En el vértigo de la fruición que les producía la navegación y la
posibilidad de expandir sus territorios y sus riquezas, así como la de alejarse
por buenas temporadas de casa, en pos de la inacabable y siempre estimulante
aventura, se dan a recorrer cada isla de esta cuenca donde las culturas más
importantes y fecundas del mundo antiguo se dan cita.
Pero se trata de dos pueblos
distintos en momentos distintos, como lo discierne hermosamente George Steiner
(1976) en su ensayo “Homero y los
eruditos”. Uno es ese pueblo guerrero, semi salvaje aún, pero con un sentido de
las jerarquías guerreras que le da organicidad y sentido del valor, de donde
nace una noción de lo heroico, que pone sus vistas en el recuerdo de los
hombres venideros. Es el sentido de lo perdurable, surgido muy posiblemente de
la futilidad de la vida en la guerra, de la casi cotidiana experiencia de la
muerte. El otro es un pueblo ya más sereno, que contempla ese pasado cercano
con cierta nostalgia, pero que anda en pos de otras empresas, no por incruentas
menos arduas. Con el mismo espíritu organizador y jerárquico, este segundo
momento del pueblo griego lo encuentra empeñado en construir el espacio de lo
perdurable vital. De aquello que, lejano ya del avatar mortífero, persista como
obra en el que las generaciones futuras no sólo recuerden a sus ancestros sino
que continúen su labor, disfrutando de ella. Es la época en la que nace la idea
de la Polis , y
el vivir doméstico adquiere relevancia primordial como célula del constructo
social que se pretende erigir. A cada uno de estos momentos pertenecen, en esa
sucesión, La Ilíada y La Odisea.
El guerrero da paso al
navegante y con el navegante al empresario, al mercader, al compilador de
bienes y riquezas que intercambia por más bienes en el ámbito del burgo y
convierte a sus habitantes en ciudadanos. Y así como el ansia heroica de la
época guerrera dio vida a un poema sobre el asedio a una ciudad ilustre, las
aventuras de los navegantes importan, sin duda, al universo griego, las
leyendas y mitos que formarán el azaroso viaje de Odiseo en las numerosas tierras
en las que debe atracar. Por ello, es posible encontrar similitudes en las
historias de la Odisea con narraciones
antiguas como el Gilgamesh o las Eddas escandinavas, otro pueblo de
navegantes impenitentes. Y en el fondo están, tras la incendiaria imaginación
de los viajes y las aventuras, la casa y la esposa que aguardan al viajero, y
el avatar final con el cual reafirmará su nuevo derecho: el civil, y el de
regir entre civiles.
Seguramente proviene de allí
esa sensación de modernidad que particulariza a la Odisea
con respecto a la Ilíada. Son pasmosos,
conmovedores, electrizantes los avatares de la narración sobre la guerra de
Troya, pero permanecen en su nimbo de pasado aristocrático, propio de un mundo
lejano, donde otros órdenes y comportamientos definían lo humano y lo social.
Aunque Odiseo aparece apenas
en el Canto o Rapsodia V, los primeros cuatro cantos ya comienzan a narrar uno
de los viajes del poema. Es lo que ha dado en llamarse Telemaquíada, pues narra el viaje de Telémaco, el hijo de Odiseo,
en busca de noticias de su padre, desde su Ítaca natal hacia Pilos y
Lacedemonia, donde los propios Menelao y Helena le dan cuenta de que su padre
vive. Esta búsqueda de Telémaco rompe su marasmo y su inactividad, y representa
simbólicamente, la iniciación como hombre adulto, del joven heredero de Ítaca,
quien a partir de este momento cobrará más reciedumbre en la trama, y terminará
ayudando activamente a su padre en la venganza contra los pretendientes. Pero,
en este momento, defiende a su madre, se erige en protector de la ciudad y
decide abandonar por primera vez su tierra y su casa, es decir, las sombras
paternas y maternas, para comenzar a escribir su propio destino. El viaje
comporta peligro, pues Antínoo y sus secuaces entre los pretendientes planean
una emboscada para cuando el joven retorne. Por fortuna Atenea impedirá que
Telémaco reciba daño.
Mientras tanto, el narrador,
ese a quien el escritor italiano Pietro Citati llama el Segundo Homero, va
confeccionando una inquietante sombra significante: desde el verso 28 del Canto
I se nos habla de Egisto, el hijo de Tiestes, resentido atávicamente con la
casa de los atridas, la familia de Agamenón y Menelao, y quien en la ausencia
del Rey de Micenas, seduce a Clitemnestra, la reina, madre de Orestes, hermano
de Ifigenia, sacrificada por Agamenón para zarpar, en contra de la voluntad de
los dioses, a Troya. La historia la contará mejor Esquilo, siglos después, pero
aquí Homero insiste en la falta de Egisto, a quien los dioses le advirtieron
que no enamorara a Clitemnestra ni asesinara a Agamenón, y él los desoye,
provocando las desgracias consecuentes.
Telémaco, el hijo de Odiseo,
no sabe dónde está su padre, y vive en una casa asediada por los hijos de las
familias más nobles de Ítaca, su heredad, quienes conminan a su madre a tomar a
uno de ellos como nuevo rey y dueño de esa casa. Por lo tanto, todo lo que
Telémaco es o posee, está en peligro, como lo estuvo para Orestes cuando Egisto
mató a Agamenón y usurpó el trono de Micenas. Encontraremos la referencia al
relato de Egisto no menos de cinco veces en los primeros cuatro cantos de la
Odisea: lo inserta Néstor al relatar largamente la triste muerte de Agamenón al volver, y la
manera cómo Menelao no pudo auxiliarlo, apartado por los mares y los dioses de
su hermano, y cómo Egisto por siete años usurpó el trono de Micenas, hasta la
llegada de Orestes vengador. Así lo recuerda también Menelao en Odisea, IV
¿La telemaquíada es un
correlato de la Orestíada? ¿Los pretendientes son una suerte de reverberación
de Egisto o simplemente el mejor ejemplo de desobediencia a los dioses que
Homero pudo encontrar? Es dudoso.
Más certera desde el mismo
Canto I es la figura del padre, en la paradoja de la ausencia: en su añoranza,
Telémaco lo imagina regresando, sembrando el espanto entre los galanes que
mancillan su casa y restableciendo el orden, mientras se siente detenido,
suspendido en una suerte de zona muerta, imposibilitado de volver a la infancia
despreocupada ni de crecer, hacerse hombre, defender a su madre ni a su casa.
Telémaco es un daño colateral de la ausencia de Odiseo. Lo expresa claramente
en su conversación con Atenea en Odisea,
I: [Mi madre] ni puede negarse a una boda que odia/ni al abuso dar fin y
ellos comen, devoran mi casa/y muy pronto también me tendrán devorado a mí
mismo.” (Trad. José Manuel Pabón)
Como cuenta el mito que Atenea
azuzó (y defendió luego) a Orestes a llevar a cabo la justicia/venganza contra
el matador de su padre y la cómplice (su madre) que lo expulsó de su casa, así viene
a despertar a Telémaco y a ayudarlo a reencontrarse con su padre, y a hacer
algo similar a lo que hiciera el huérfano de Agamenón. De hecho, en el verso I,
298, se lo pone como ejemplo.
A partir de ese momento,
Telémaco va haciéndose otro: se impone a su madre, se enfrenta a los galanes con
firmeza, tanta que estos empiezan a considerarlo como un serio obstáculo y a
fraguar su muerte, como Egisto, la de Orestes, y parte en un viaje furtivo a
buscar noticias de su padre. Es su primer viaje, su primera experiencia fuera
de casa
Dado lo irrelevante de las
informaciones y hallazgos que Telémaco obtiene en ese periplo para la trama
central del poema -el regreso de Odiseo-,
debemos admitir que el largo prólogo del poema, la prórroga de la aparición
real del héroe que da nombre al mismo, la llamada Telemaquíada, tiene un valor
y una significación primordialmente simbólica.
Es la historia del hijo que
busca a su padre: en el recuerdo y en la vida; dentro de sí mismo y en los
parajes del mundo; en los relatos de quienes lo conocieron y en los presagios y
señales que están dispersos por el orbe. Imitando al padre, el hijo abandona el
magnetismo del vientre de su madre, se trata de tú a tú con otros jóvenes como
él. Va ganando poco a poco su identidad. De alguna forma, el padre perdido es
su otro, y en su recuperación, Telémaco se ganará a sí mismo.
Hay en la Odisea un entramado narrativo mucho más complejo que el de la Ilíada. Además de la alteración de los
planos narrativos, en franca abdicación de la linealidad, tenemos diversas
historias, que aunque confluyentes en la del retorno de Odiseo, mantienen una
suerte de autonomía temporal o fragmentaria. Junto a la historia de Telémaco,
que quedará suspensa en el Canto IV, cuando el relato vire para concentrarse en
Odiseo, tenemos, partiendo todas de la misma Ítaca, la de Penélope sola,
esperando a su esposo, y que se moverá paralela a la del retorno de éste, pero
ella está enriquecida con la de su enfrentamiento/resistencia a los
pretendientes, con los poderosos hilos temáticos del tapiz tejido y destejido
en el día y en la noche, la fidelidad y traición de los criados y doncellas de
la casa, el orden de la ciudad, y el misterio de Laertes, el padre de Odiseo,
retirado de la casa de su hijo, también en espera, pero renunciando de hacer de
abuelo de Telémaco, en una circunstancia tan apremiante y cuando tanto lo
necesita. ¿Por qué está Laertes apartado? ¿Hay algún resentimiento entre él y
Penélope? ¿Lo ofenden tanto los pretendientes, que, en su vejez que lo
imposibilita para enfrentarlos, prefiere retirarse y labrar él, por su parte,
su propia espera? ¿Tendrá algo que ver la especie mitológica que lo designa
como un posible padre adoptivo de Odiseo, mientras que el legítimo sería nada
menos que el pícaro y más hermético Sísifo? Lamentablemente, y como en otros
casos, avatares y personajes del poema, las respuestas quedarán suspendidas. La
Odisea de Homero, más allá, de que
nos permita leer una historia (o historias) con sus desenlaces legítimos, es
también un conjunto de enigmas, una constelación de misterios, que a través de
los siglos, siguen retándonos.
Toda trama necesita de polos:
los héroes y los adversarios; los aliados y los oponentes; las líneas de avance
y las de resistencia. Odiseo, Telémaco, Penélope y Laertes representan a los
primeros. Los pretendientes o galanes son su formidable contraparte. Primero,
son plurales, representan un colectivo, son lo más parecido que encontraremos
en la Odisea a las némesis de los
aqueos, los troyanos. Luego encarnan a un adversario que escapa al ámbito de lo
heroico: no son un ejército enemigo o sitiador, son una opción social con un
derecho originario a hacer lo que hacen: solicitar a Penélope devolver un rey a
Ítaca, suscitar una continuidad en el orden de la ciudad, de la polis, al cual el amor, la espera
apasionada, la constancia, la terquedad de Penélope pone trabas. Ítaca es un
lugar donde el tiempo se ha detenido. Sin Odiseo nada puede avanzar ni
concluir, a menos que otro ocupe su espacio y sus responsabilidades. Esto
buscan los pretendientes, pero ante las prórrogas de Penélope, quien inserta su
atípico componente femenino en el masculino engranaje de lo político, deciden
tomar medidas drásticas, y con ellas cruzan la línea. Antínoo, Eurímaco,
Leócrito y los demás reiteran a diario su hamartía.
Invaden la casa de Odiseo, asedian a su esposa, acorralan y atentan contra su
hijo, dilapidan sus bienes, disponen de sus criados y seducen a las criadas.
Acumulan ofensa tras ofensa, amenaza tras amenaza, en una suerte de pecado de hybris colectiva, que colabora tanto
como la paciencia de Penélope a mantener a Ítaca atascada en el tiempo, sin
poder desintegrarse en la añoranza de lo que fue ni liberarse del pasado en el
avance al futuro. Ítaca no es sólo la tierra mítica, imaginaria de Homero, ni
tampoco únicamente ese arquetipo del puerto de partida y retorno que el poema
mismo y la resonancia que otros poetas, literaturas y culturas han leído y
otorgado al mito, es también la metáfora de una polis, de una sociedad enferma,
agobiada por la carencia de libertad y autonomía. Una sociedad bajo un orden
usurpado o ineficaz, incapaz de resolver nada a sus ciudadanos. Una ciudad al
borde del caos, la anarquía, en permanente agonía. De alguna forma los
pretendientes son la respuesta a ello, pero su actitud y lo que provocan en sus
oponentes agrava el problema. En una oscura manera, los galanes también están
esperando a Odiseo.
________
1) George Steiner: “Homero y los eruditos” en Lenguaje y silencio. Gedisa, Barcelona,
España, 2000.
(Parte de este texto se publica gracias al apoyo institucional de FONACIT y el Instituto de Investigaciones Lingüísticas y Literarias Andrés Bello, del Instituto Pedagógico de Caracas de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador.)
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