Ilíada XXIII-IV: Último interludio y tregua

Einar Goyo Ponte


Consumado el combate más esperado del poema, este requiere de un nuevo interludio, esta vez no erótico como en el canto XIV, sino más bien olímpico, pero no en el sentido divino, sino en el más moderno y deportivo.
Los griegos antiguos, no sólo lo son, sino que eran personas muy extrañas o distintas de nosotros. En la muerte de un compañero muy amado y respetado, al lado del duelo y la presumible tristeza por su pérdida, optan por montar unos juegos ferozmente competitivos, tremendos, como si no hubiera aún batallas que librar. Funeral parece sinónimo de riesgo, de muestra de supremacía. Como en tantas cosas, que inventaron o fueron los primeros en hacer, los griegos crearon el ideal del “más fuerte, más rápido, más certero”.
Los juegos los lidera el guerrero a quien más lacera la pérdida: Aquiles. La sangre de Héctor evidentemente no lo ha saciado. Su cadáver no revive el de Patroclo, ni amansa el fuego devorador en su pecho. Junto al priámida, doce jóvenes troyanos ilustres serán degollados, para mojar su cólera.
Lo único que la modera es el mismo Patroclo que lo visita en sueños y le habla, pidiéndole que lo entierre, que es como pedirle que lo deje ir. Desde la muerte le trae noticias de la muerte. Le confirma su destino y le pide que sus restos y los del héroe no reposen separados. Aquiles quiere abrazarlo y el alma insepulta disípase cual humo, dando chillidos. La muerte es esa oscuridad pavorosa. La vida, aún dura, con pérdidas y temores, con heridas y vicisitudes, sigue siendo eso: la vida.
A ella retorna Aquiles, y entonces entendemos qué celebran los juegos que vienen: celebran la vida de Patroclo, pero también, en buena manera, celebran los días que le restan a Aquiles en el mundo de la luz. Es la ofrenda que le hace el Pelida al cortarse el cabello ante su pira. Como ya no ha de volver a su patria tierra le da su cabellera al héroe muerto para que la lleve consigo.
La pira arde, no demasiado fácilmente, algún designio oculto de los dioses podría leerse allí, pero en esta ocasión no indagaremos sobre ello. Viene el rito fúnebre de las cenizas y enseguida se preparan los juegos. Carreras de aurigas, pugilatos, lucha cuerpo a cuerpo, competencias de velocidad, esgrima, lanzamiento de bola, tiro al arco. Con todo ello se enfrentaron los argivos entre sí, con el mismo ardor, furia, denuedo y extraña combinación de honor y astucia, de equilibrio y trampa con los cuales, en ejercicio de la areté, combaten contra los troyanos.  Nada importa, ni la amistad, ni la rectitud, ni la fama, nada importa más que vencer, que ser el primero. El más fuerte, el más veloz, el más certero.
Tras este interludio tan masculino, en un poema ya eminentemente masculino, Homero vuelve a sorprendernos al cerrar su epopeya llena de cólera, furia, violencia, heridas, guerra, violencia y muerte, con una –seguramente la primera- extraordinaria elegía a favor de la paz.
El guerrero implacable, desmesurado en su ira, en su valor y en su ímpetu, se convierte en un joven inconsolable, que no puede conciliar el sueño, que vaga a la orilla del mar. No vemos a ningún héroe en la Ilíada haciendo estos extremos de dolor, ni despojándose de su férrea virilidad de soldado. Tan enajenado está que no se percata de que el cadáver de Héctor, con quien se desquita, arrastrándolo en su carro, permanece impoluto, protegido por un aura especial de Afrodita que lo preserva y una égida invisible de Apolo. Así pasan doce días. Son el extremo de la hybris dolorosa de Aquiles. A los dioses los perturba tal impiedad, y por ello, convocan a Tetis, la madre de Pelida al Olimpo y le piden disuada a su hijo de negar sepultura al héroe troyano. Hospitalidad, areté, mesura y el trato con los muertos son los puntos cardinales de ese delicado equilibrio al que los dioses griegos llaman orden.
En El arco y la lira (1956), Octavio Paz nos recuerda que la “antigua Grecia conoce dos religiones: la de los dioses y la de los muertos(…), la segunda era un culto a los señores en cuya figura la comunidad entera se reconoce...” Cuando la civilización egea se disgrega los cultos se transforman y “el culto a los muertos languidece, ligado como estaba a la tumba local o doméstica”. Pero el culto no muere, sino que va transformándose en el mito, que será la sustancia de la epopeya. “Homero es tanto un fin como un principio. Fin de una larga evolución religiosa que culmina con el triunfo de la religión olímpica y la derrota del culto a los muertos…” Este último se transforma, dando un ideos y un ethos al mundo de los hombres, en el culto a los héroes.
En el respeto y temor religioso al cadáver, al hombre que ha dejado de ser, los griegos veían al espíritu del hombre que podía transformarse en héroe, y que desde ese espacio bienaventurado (los campos elíseos, las islas afortunadas, el empíreo, como quiera llamárselo), podía aún ejercer influencia sobre este mundo perecedero y deleznable. Un héroe, un semidios, un hombre sin las ataduras de la mesura y el límite de lo humano y lo mortal.  Por eso, alienta en ellos la preocupación por darles la honra póstuma. Una suerte de equilibrio cósmico asume que mientras al hombre no se le consumara su rito de finitud, despedida y honor, mientras no se le cerrara definitivamente la puerta de la mortalidad, no podría abrazar su definitivo destino de héroe.
A la conciencia de esta necesidad, de este pasaporte inevitable al mundo de la memoria venidera, gloriosa, más resistente que los cuerpos mortales, en el que sobre(re)viven los héroes, a la conciencia de ese tránsito que él atravesará ya pronto, viene Tetis a confrontar a su hijo, Aquiles. Y él, ya más dolor que valor, ya más desesperanza que cólera, accede casi instantáneamente.
Dos mensajeros celestiales obran ahora en el último canto de la Ilíada: la venturosa Iris, siempre portadora de felices encargos o misiones irá ante Príamo a alentarlo a que atraviese el campo enemigo a solicitarle clemencia al Pelida y le devuelva el cuerpo de Héctor.
Una madre ha suavizado con su palabra el corazón terrible de Aquiles. Otra madre, la de Héctor reprueba la diligencia del padre en rescate de su vástago y se niega a ir en su búsqueda. El Homero de la Ilíada, la cultura patriarcal y eminentemente masculina que este poema sostiene, dispone que el desenlace de su obra sea sobre el encuentro de dos hombres, y que la figura de la madre, que poco tiempo después tendrá tanta relevancia en nuestro imaginario, quede aquí prorrogada. La Odisea dará cuenta del paso de esta visión del mundo a otra.
Con sus propias manos de anciano, acopia el rescate en prendas, riquezas, oro, regalos que presentará al implacable. En una hybris paterna, increpa de indignos a los hijos que le quedan. Es necesario que así sea: Príamo quiere ir lo más despojado y mísero que pueda ante Aquiles. No quiere convencerlo desde la majestad sino desde el desahucio.
Y entonces interviene el segundo mensajero divino del canto: Hermes, quien en la forma de un joven príncipe hace cruzar el campo bélico desde Troya hasta la tienda de Aquiles sin que nadie lo perciba. Hermes lo hace desde el tributo a la apariencia venerable del padre sufrido. “Porque te encuentro semejante a mi querido padre”, le hace decir hermosamente Homero. En este momento agónico del poema, los dioses pueden ser ya simplemente hombres, circular entre los hombres, ya no hacer prodigios de dioses, sino quehaceres de hombres, deberes de hijos. La historia con la que se disfraza Hermes en la forma de hijo de Políctor, es más verosímil que la del dios mensajero descendiendo a la tierra. Y la Ilíada, ese poema heroico, de héroes acérrimos que se enfrentan y matan, embriagados de menis o Até, deviene en sus últimos versos en la canción de un padre recobrando el cuerpo de su hijo muerto.
El primer triunfo de Príamo es enterarse de que su hijo ha cruzado incólume, incorrupto, los doce días que han transcurrido desde su muerte. Fresco, sin rasgadura, ni mancha, ni llaga alguna, como el de un nazareno, siglos después en otro poema, otro mito, otra tierra, otro sepulcro, otra ordalía.  
Hermes lleva a Príamo hasta las puertas mismas de la tienda de Aquiles y le revela al anciano quién es. Pero más singular es aún la explicación que le da para no acompañarlo hasta el final: los dioses no socorren o intervienen pública o francamente en los asuntos mortales por pudor, por decoro, por preservar el equilibrio del mundo. En el misterio reside el orden, la delicada simetría del destino humano.
Príamo asalta a Aquiles besándole las manos y arrodillándose ante él. Viene a suplicar no a ordenar, viene como miserable, no como rey. El héroe terrible y su compañía quedan atónitos.
Príamo arguye el espejo: “Acuérdate de tu padre”, le dice. El y yo somos iguales, padres de héroes, padres de la angustia, de la impuesta distancia, pero en el ápice del dolor, Peleo puede consolarse sabiendo que su hijo vive. Príamo ha perdido esa gracia. Sin nada, viene a ofrecer un inmenso rescate. Pide respeto a los dioses y piedad para él, que ha venido a besar las manos del hombre que asesinó a su hijo. Ningún héroe en la Ilíada hace una hazaña semejante. Príamo vence sobre sí mismo, sobre su ira, su dolor, su odio y lo depone todo, para rescatar los despojos de su hijo. Este es su verdadero rescate.
Y entonces contemplamos la escena más conmovedora de toda la Ilíada: a la súplica humanísima del padre cuya postrera fuerza es sostenida por el dolor de su pérdida, responde la eclosión de la parte humana del implacable Aquiles. Dos hombres, dos guerreros, dos héroes, dos enemigos, lloran el uno apoyado en el otro. Los seres humanos son uno en la pérdida. La de Héctor, la de Patroclo, la del padre a quien no se verá nunca más. Es como si la vida humana, en su brevedad, se alzara meramente como un espejismo, y lo único perdurable que de ella nos quedase es el recuerdo de lo que tuvimos y ya no, de lo que amamos y ya no nos acompaña. Aquiles lo expresa diáfanamente: “Los dioses destinaron a los míseros mortales a vivir en la tristeza, y sólo ellos están despreocupados”.
Aquiles manda a lavar y ungir el cuerpo de Héctor, y cena con Príamo. Todo en el mundo es equilibrio: los toneles de bienes y desgracias que Zeus posee, deciden nuestra cuota y nuestro balance de felicidad y desdicha humana. Por eso, por terrible que muerda el dolor, hay que alimentar el cuerpo, hay que honrar la vida. El dolor y la biología no son incompatibles.
Y entonces, en la piedad, en la hospitalidad de Aquiles, saciado su apetito y colmado su deseo de rescatar al hijo, el cuerpo de Príamo, insomne por días y exhausto por el dolor, duerme al lado de su enemigo, no sin antes pactar la tregua necesaria para que Troya y sus reyes honren a su hijo. Aquiles en este momento tiene el poder de detener los fragores de la guerra e hilvanar el tejido de la paz.
La guerra continuará diez días después. Todos recordarán ser enemigos y las ambiciones y afanes, las perseverancias y la persecución de la fama retornarán. Las alas de la discordia volverán a levantar vientos violentos entre ambos bandos. Pero la posibilidad real del perdón, de la empatía, del reconocimiento mutuo en la desdicha, permanecerá en el imaginario, como el revés de la necesaria, irracional y fascinadora violencia.
El poema, en una suerte de anticipación de lo que vendrá en la historia que él ya no narrará, culmina no del lado de Aquiles atemperado y sereno, ni de los belicosos aqueos, sino de los dolientes, huérfanos, desahuciados, viudas, madres vacías de Troya. Los vemos desfilar delante del cadáver del héroe que los resguardó hasta el último de sus alientos.
Andrómaca lamenta su pérdida y visiona el destino funesto del hijo de ambos, como sí ya en la muerte del padre, estuviera inscrita la del hijo. Pero también ella ha quedado sola, sin el conforto, el calor, el amor de los brazos y el cuerpo de su esposo.
Aparece Helena, causante y víctima a la vez, doliente y motivo del dolor. Desdichada como extranjera y sobreviviente. No está en sus manos, pero Héctor es apenas uno más de los muertos que se originan en su belleza inaudita, insoportable, inhumana, pero inocente. Helena es como la fascinación de la vida heroica: bella, terrible e imposible de desdeñar o de serle indiferente. Héctor no la amó, pero la protegió para su hermano. Ella es como un símbolo oscuro de su destino. Morir luchando por lo que le pertenece y no es suyo, a un tiempo. Ella es lo ajeno, pero habitó en su casa. Zeus y las sagradas leyes de la hospitalidad sostenían el ideal defendido por el héroe muerto. Si alguna culpa tiene Helena es la de ser inocente.
Ineludible, hermosa, inexorable, como la fatalidad.
En su influjo caen Héctor, Paris, Troya, las troyanas, y los innúmeros héroes: Aquiles, Ayax, Agamenón, Ulises…

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