Odisea IV: De Helena a Penélope

Einar Goyo Ponte

No están exentos de maravilla los cortos viajes de Telémaco: Pilo, donde Néstor refiere el desdichado destino de los héroes griegos después de zarpar de Troya: los muertos en batalla, Ayax, Aquiles, Patroclo. La ira divina tras arrasar la ciudad. El retorno maltrecho, caótico. Algunos se pierden, otros llegan tarde y mal, otros no han vuelto aún, como Odiseo, todos por “el océano poblado de monstruos”. No queda claro el episodio: ¿se enojan los dioses por el triunfo aqueo en Troya o por su desmesura? ¿Compensan con los males que arrojan sobre los cansados guerreros el sufrimiento de los troyanos en los 10 años de guerra? ¿Faltaron los griegos en rendir homenaje a los dioses antes de volver a sus hogares? Todo ello parece reunirse en el relato de Néstor, quien vivió la guerra de principio a fin, y ahora, sobreviviente, ha contemplado los pesares de sus compañeros. Es la ira divina sin más, sin argumentos, justificaciones ni explicaciones. El infortunio termina siendo la embarcación común de vuelta de los argivos.
Luego llega a Esparta, Lacedemonia o Laconia (según las traducciones): allí admira el palacio de Menelao, cuya descripción retornará unos cantos después cuando Odiseo contemple el de Alcínoo en Esqueria. ¿Es una fórmula de admiración y fantasía? Porque el relato de ambos reúne maravillas y magias que requieren, al parecer, de un ambiente cercano a lo fantástico: el brillo de sol o de luna, los elevados tejados, la majestuosidad de la estancia. Es un mundo casi arcádico, diverso del caos, desenfreno y desequilibrio que reina en Ítaca. A Telémaco le parece semejante a las moradas divinas en el Olimpo.
El relato del retorno de Menelao desde Troya revela lo azaroso para los griegos. En el intento por regresar a sus casas han sido impelidos hacia los confines del mundo, donde las leyes de la realidad parecieran abolirse y las distancias expandirse inauditamente. En él atisbamos por primera vez una idea que recurrirá a lo largo de la Odisea.: la necesidad de la travesía de expiación. Menelao entiende en su imposibilidad por retornar que debe confortar a los dioses, restaurar sus vulnerados lazos con ellos, al no hacer las “hecatombes perfectas”. Es lo que representa la aventura con Proteo, criatura más propia de una fantasía que del avatar humano. Es egipcio, es decir, de una cultura extranjera, dueño de una sabiduría insondable, arquetipo que se repetirá unos cantos más adelante, figura ctónica, mágica, clarividente, esa facultad que se acopia en los viajes marítimos, mientras más recónditos, mejor. Pero para recibir sus beneficios es necesario someterlo, atraparlo, y para ello, más que fuerza (la que sobra en el terreno aqueo), se necesita astucia. Menelao y los suyos se ven obligados a cubrirse bajo cuatro pieles de foca, sufriendo el hedor de sus camuflajes. El disfraz también será un elemento constante en la Odisea. Ya lo hemos visto en las varias personalidades que asume Atenea por auxiliar a sus favoritos, y todavía faltan nuevas personificaciones de la diosa. Ahora es Menelao y sus hombres quienes deben cambiar su forma. Pronto lo hará nuestro protagonista. Son las formas de la métis, de la cual hablaremos más adelante.
La figura fantástica de Proteo es el enlace entre este mundo y ese en donde él habita, el mismo donde está atrapado Odiseo. Un mundo más allá del nuestro. Una suerte de dimensión paralela, donde el tiempo, el espacio y los seres vivos se comportan de muy distinta manera. Una suerte de limbo que no es la muerte, pero se le asemeja, pues es un interregno marcado por la propia voluntad del itacense.
Proteo señala donde está Odiseo, quién lo retiene allí y por qué. Es la señal para que el héroe que da nombre al poema entre en escena.
Pero, en realidad, ya ha aparecido. Lo hace junto con la fascinadora epifanía de Helena, elegantísimo momento cumbre de Odisea, IV: semejante a Artemisa - no a Afrodita, su protectora o su némesis dueña de las sensualidades devastadoras, sino con apariencia impoluta, casi imposiblemente virginal. No camina entre las riquezas que se desbordan en el palacio, estas parecen seguirla a donde ella se mueve. Una suerte de clarividencia sobrehumana le revela las cosas a su alrededor. Así reconoce a Telémaco como hijo de Odiseo, sobre la sombra de su estigma. Y narra un relato que lo hace cobrar presencia delante de todos: Odiseo se transforma en siervo harapiento, hiriéndose a sí mismo. Así habría entrado a Troya, donde Helena lo encuentra y lo reconoce, pero él le revela sus planes y le pide los mantenga en secreto. Mientras él degüella y asesina troyanos a su paso, para dar parte a los aqueos de su espionaje.
No obstante, la figura de Helena mantiene la riqueza de su ambigüedad. A su recuerdo sobre Odiseo, Menelao completa con el suyo y la treta del caballo de madera, artificio del itacense. En su versión, Helena desciende hasta él y empieza a llamar a los guerreros aqueos por su nombre, imitando la voz de la esposa de cada uno. ¿Quería la semidivina reencontrarse, impaciente con sus otrora compatriotas, o…intentaba delatarlos? Odiseo debe retener cuerpos y bocas de sus compañeros, para evitar el derrumbe del atrevido plan.
No podemos concluir esta revisión de la Telemaquíada sin referirnos a la protagonista femenina del poema: Penélope.
La prodigiosa manera como el poeta la hace aparecer: hexámetro 328: dormida, recluida, refugiada, en su alcoba, del desorden y el agravio cotidiano de los galanes, llega hasta ella, hiriéndola en los oídos, el canto de un vate, que relata esto mismo que estaremos leyendo durante estos primeros cuatro cantos. Penélope desciende de su alcoba a hacerlo callar, pues tal relato le es insoportable. La voz de un poeta trae a la vida a la figura femenina central de la obra, y ella busca que haga silencio. Sólo Telémaco, que quizás a través del hilo de la poesía, quiere reencontrar a su padre, logra disuadirla, y hacerla entender que de repente han entrado a otro ciclo del tiempo.
Ella ha logrado resistir durante cuatro años a los pretendientes, con la treta del tejido: una mortaja para Laertes, el padre ausente del héroe. La teje de día, a la vista de todos, con el auxilio de sus esclavas, pero de noche, mientras todos duermen, vencidos por la embriaguez y el desenfreno, la deshace con sus fieles compañeras, a la luz de las antorchas, oculta, clandestina, nocturna.
Los simbolismos son hermosísimos por lo evidentes: la dialéctica día y  noche; el hacer y el deshacer, a su vez equivalentes al andar y desandar de su esposo. Lo que se realiza en la órbita diurna, lo que se sueña en la órbita nocturna, el pendular de vida y muerte. La obra que no busca concluirse, sino deshacerse y rehacerse continuamente. Tejido y escritura propias de los descendientes de Sísifo.
Penélope destaca dramáticamente por entre las mujeres homéricas mortales. No es ese oscuro objeto de deseo que se convierte en pretexto de la disputa entre Agamenón y Aquiles y da origen a la intriga de la Ilíada, que son Criseida y Briseida. No es la figura misteriosa, a ratos incomprensible o incoherente de Helena, que llora a su marido, añorándolo, y consiente en ir al lecho con Paris cada vez que él se lo pide. Contiene rasgos de las trágicas Hécuba y Andrómaca, quienes protagonizan sendos cuadros patéticos ante su hijo y esposo, respectivamente, para disuadirlo del combate y protegerlo tras las murallas de Troya, pero la distancia de ellas, su serena majestad, esa suerte de impasividad irreal que signa a la esposa de Odiseo.
Penélope es la madre de Telémaco y vive la angustia de la posibilidad de que Telémaco siga el destino y la suerte de su padre, y en cierto sentido simbólico es también la esclava de su casa, de su unión con Odiseo, mientras que su espera, su dolor, sus tretas, incluso, contra los pretendientes, simbolizan claramente su fidelidad. Hay un momento en que Homero funde ambas imágenes. En el Canto IV, Penélope se entera al mismo tiempo, de que su hijo ha partido de Ítaca secretamente, y de que los pretendientes conspiran para matarlo antes de que regrese. “Una pena ahogadora” la envuelve y la derriba (Trad. Pabón), reprocha luego a sus criadas por su deslealtad, pero Euriclea, la nodriza principal, la frena, confesándole que ella sabía de su viaje, mas aceptó ocultárselo a la reina, por petición del propio Telémaco. Acto seguido, la consuela y le sugiere subir a su alcoba. Allí solloza y ruega auxilio para su hijo. Atenea la escucha, se conduele de la plegaria de Penélope y le envía el fantasma de Iftima, hija de Icario, su propia hermana, y le informa que la misma Atenea es quien protege a Telémaco en su aventura. La reina, sin querer dejar perder esta oportunidad sobrenatural le interroga sobre su esposo, pero el fantasma se niega a responder porque “es malo hablar de cosas vanas” (Trad. Segalá y Estalella). Con esto, sin embargo, Penélope recobra el ánimo, y se despierta alegre a la mañana siguiente, por haber “tenido tan claro sueño en la oscuridad de la noche” (vv. 836-842)
Penélope está hecha de esos presagios, sueños y fantasmas. En el colmo de la ausencia de su esposo, su vida, conflictuada por los dilemas de su casa, es asediada o confortada por estas fantasías o epifanías. En ese mundo onírico, Penélope recobra el ánimo y las esperanzas. De hecho, parece ser el único espacio de donde las obtiene. Penélope sola, abandonada, suerte de prisionera en esa arcadia menguada que es su casa, confinada por el asedio de los pretendientes, el resentimiento del hijo y las costumbres griegas, a su alcoba, al mundo doméstico, mejor dirigido por Euriclea y las otras esclavas ancianas, no tiene mayor vida que  esperar, llorar y soñar. La terraza de su cuarto,  su “luctuoso lecho”, los corredores, las estancias íntimas, el telar son los espacios por donde demora y por los cuales “el dolor le destruye los ánimos, la gala y la belleza del cuerpo”.  La vida de Penélope se refugia en el sueño, en fantasear el regreso de Odiseo, en recibir los presagios, al final, confusos e incomprensibles, de su vuelta. El acto mismo de hacer y deshacer la tela es un reflejo de esta alternancia del sueño y la vigilia en la que vive Penélope. En el día, en su casa libre de sitiadores, ella sufre por la falta de su esposo, y teje una suerte de mortaja interminable, mortaja que no puede concluir porque no tiene cuerpo destinatario. Y en la noche, cuando los pretendientes asolan el hogar, ella, oculta, recluida, deshace la causa de su pena, la materia de muerte que prepara para el posible cadáver de su esposo, y lo sueña vivo, en forma de águila, de ola, de delfín, de viento, regresando, prometiéndole su pronto encuentro. No resultaría difícil adivinar en cuál de los dos ámbitos preferiría vivir Penélope.
Penélope lo extraña por el día y teje su mortaja, creyéndolo ausente, quizás definitivamente, y lo sueña por la noche, lo presiente vivo y recobra la esperanza. Entonces deshace la tela. Entre ambas instancias, Penélope deambula por la casa, riñe con sus criadas, llora escondida en los corredores, se encierra en su cuarto, se desvela en el balcón, espía las iniquidades de los pretendientes, ha criado a Telémaco, pero ya siente que su hijo se le va de las manos, y sobrevive a su resentimiento. Penélope vive en angustia, en una indecible ansiedad, presa de un furor o una decepción terriblemente contenidos. ¿Qué puede hacer una mujer encerrada en su casa durante veinte años, víctima de esta feroz febrilidad?
Penélope imagina, sueña, fantasea, teje y desteje. Mientras en el día, atareada, Odiseo, ausente, es dolor y añoranza, en la noche, se acerca, sortea cada uno de los obstáculos que le sobrevienen en el camino, durante el sueño de Penélope. Soñar y laborar, ¿cuáles sino estas son las actividades básicas del escritor, del poeta? Urdir la trama de lo que atisba en sueños, en las paralelas dimensiones de la vida, que logra explorar o visionar. El erudito Robert Graves, abundando en una idea original del poeta inglés Samuel Butler, propuso alguna vez que la Odisea, a diferencia de la Iliada, habría sido escrita por una mujer, y de hecho escribió, en el estilo de su célebre Yo, Claudio, una novela, La hija de Homero (1), donde pretendió demostrarlo. Así como se nos haría posible imaginar que Odiseo no regresa nunca, y que las oscilaciones del sueño son los signos de esa decisión del marino de torcer el rumbo definitivamente lejos de su casa, por lo que encontraremos en los símbolos de los cantos siguientes, así las imágenes con las que Homero confecciona y rodea al personaje de Penélope podrían sugerirnos que ella sueña y escribe el regreso de Odiseo.
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1) Robert Graves: La hija de Homero, Edhasa, Barcelona, España, 2005.
(Parte de este texto se publica gracias al apoyo institucional de FONACIT y el Instituto de Investigaciones Lingüísticas y Literarias Andrés Bello, del Instituto Pedagógico de Caracas de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador.)

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