Ilíada XXII: El combate final

Einar Goyo Ponte


En la primera intervención olímpica disimulada de la vigésima segunda rapsodia, que pareciera hacer a los dioses cada vez más prescindibles, Apolo ha engañado a Aquiles y se lo revela, con lo cual logra un efecto quizás inesperado: busca distraerlo y darle ventaja en la huida a los troyanos, pero consigue acrecentar su ira. El canto narrará la cruenta consecuencia de esto. Ese cadáver podría ir en la cuenta de Apolo, y lo que veremos pareciera indicarnos que Homero no piensa distinto.
El canto XXII está lleno de pasajes e imágenes extraordinarios: la primera llega en el verso 25. Príamo contempla la furibunda venida de Aquiles. Con el brillo de una estrella que se ve cada vez más de cerca, pero, de la luz, Homero pasa a concentrarse en el calor abrasador. Es una reiteración de la imagen del canto XVIII, cuando se deja ver por aqueos y troyanos para ayudar a rescatar el cadáver de Patroclo.  Aquiles es incandescente y su sola presencia es heraldo de devastación.
De la poderosa imagen que el padre capta pasamos a la memorable súplica de éste y Hécuba para que su hijo, Héctor, retorne dentro de los muros. Ella consiste en la exposición de sus “vergüenzas”, como cierto lenguaje en castellano usa para referirse a genitales u órganos relativos a la procreación, a la maternidad y paternidad físicas.
Príamo se presenta como un mendigo que sería devorado, en su miseria, por perros y buitres. Muerto Héctor, la paternidad para Príamo será un despojo. Es una exposición extrema, dolorosa, trágica de los órganos paternos en exhibición de su origen, de aquello que los hace padres y que los vincula como signo de desesperada autoridad con su hijo. También plantea una silente rebeldía de Héctor. Por ello si Príamo y Hécuba no consiguen conmoverlo, trasladan el discurso a lo primario, a lo originario. Más lacerantemente, esa exposición (en Hécuba real, en Príamo imaginario) representa con antelación el destino del héroe troyano, en cuya muerte va implícita la de sus progenitores, tanto por el dolor de morir moralmente con el hijo, como porque en su deceso, quedan desprotegidos.
La imagen que opone Homero a estas desesperadas y desgarradoras plegarias es tremenda: Héctor es un dragón silvestre, enroscado en la puerta de su cueva. Por primera vez, el héroe del hogar, de la patria, defensor de madres, hijos y esposas, es representado con una imagen animal y ctónica. El dragón es la profundidad, lo telúrico, pero también lo inhumano, lo bestial. Dada la contradicción de los dos conceptos, leemos este símil homérico como alusivo a la negativa del héroe a complacer a sus padres: debe ser sordo a sus súplicas.
Pero en su interior, Héctor se debate por dentro entre su voluntad heroica pero sacrificial, y su sobrevivencia. Ambas opciones tienen beneficios y desventajas. La derrota lo va minando, no sólo el miedo,  Siente la responsabilidad de sus logros y de sus errores, y la incidencia de ellos en la ciudad. Ningún otro héroe de la Ilíada tiene esa conciencia de la Polis, esa conciencia de lo social, de su deber con el prójimo. ¿Es esta otra forma de la areté u otra distinta, más moderna del heroísmo? ¿El héroe ciudadano? Werner Jaeger nos informa que la poesía de Calinos y Tirteo diseñaron, con ello,  el ideal espartano.
Esas sutilezas aparte, el monólogo de Héctor es de una belleza, asentada en un prodigioso realismo y veracidad psicológica. Considerar la posibilidad del error, del reproche, encarnado en la figura de Polidamente. El sentimiento de responsabilidad, más que de culpa. Hay una grandeza sublime en Héctor en estos versos. Asumir la responsabilidad es menos frecuente de lo que debería. Que el troyano, en sus últimos minutos, además presentidos, se dedique a hacerla suya, sobre la creencia de una hybris personal, es extraordinario. Enseguida contempla la vana posibilidad de rendirse y entregarle la ciudad mediante negociación, a Aquiles y los aqueos, pero concluye que Aquiles jamás concederá nada. Entiende que su furia no lo perdonará, y por ello decide enfrentarlo.
Pero en los versos inmediatamente posteriores, todo se vira. ¿Es un descuido de Homero? ¿Es una necesidad del exaltador de los aqueos? ¿Es una nueva semblanza genial de humanidad y realismo psicológico? Y es que el heroico monólogo se deshace en los próximos cinco versos: al ver la cercanía de Aquiles, en la misma visión que tuvo su padre desde las atalayas de Troya, se pone a temblar y (Segalá dixit) “huyó espantado.” El héroe que juró luchar para proteger a su esposa y a su hijo, el que resistió a Ayax, el que casi derrumbó el muro aqueo e incineró las naves, el que mató sin contemplación a Patroclo, ahora corre como una niña (con perdón del feminismo), ante la ira exacerbada hecha meteoro, por obra de la tentativa de burla de Apolo, que es Aquiles.
Y de pronto, en la carrera de un guerrero espantado acosado por otro vengativo, ambos son dos ríos o manantiales, uno hirviente y otro helado, y Homero en la cercanía del final, recuerda una estampa de paz, de mujeres lavando sus ropas, muy semejante a una de las imágenes que engalanan el escudo del Pelida. (Vv.131-167)
Como en el canto XII, con Sarpedón, Zeus vuelve a mostrar compasión por los hombres héroes, en la figura de Héctor, pero esta vez Atenea le entorpece la treta para evitar salvarlo. Y entonces Zeus sella los actos que concluirían en la muerte del guerrero: envía a Atenea a actuar “conforme a sus deseos”. Ella desciende rauda del Olimpo.
Los símiles homéricos adoptan entonces una nueva cualidad: la de espesar el tiempo. Entre los versos 188 y 204, el poeta inserta dos imágenes evocativas extraordinarias: una inspirada, la otra, impar y quirúrgicamente exacta. La primera es del imaginario cinegético: el perro rastreando incansable al cervatillo escondido. La tenacidad de Aquiles y la elusividad de Héctor, pero en ella va la idea de lo que se reitera, de lo que se hace una y otra vez, y así tenemos la sensación de que esta persecución ya lleva la mitad de la rapsodia, cuando en realidad comenzó hace apenas unos treinta versos. Las imágenes del río, las lavanderas, la mención de que rodean la ciudad por tres veces, el traslado de la narración al Olimpo, la conversación entre los dioses contribuyen a darnos esa profunda impresión.
Pero también a preparar retóricamente uno de los momentos poéticos más brillantes del estro homérico. Distanciándose del estilo constante que domina el poema, en los alrededor de 165 símiles que ha desplegado por la Iliada entera, no utiliza ninguna imagen campestre ni zoológica, ni del mundo cotidiano plebeyo, sino una del interior de la mente humana: Aquiles y Héctor se persiguen y huyen como en sueños, ni el uno ni el otro se pueden alcanzar. Lo irrealizable, lo inacabable, lo angustioso pesadillesco, lo quimérico, lo deseado inalcanzable, lo fantasioso, lo imaginario, la materia onírica de que está hecha toda ficción literaria, todo eso está allí en esos dos o tres versos maravillosos. Aquiles y Héctor son un sueño, soñados por el poeta y ahora soñados por nosotros mientras los leemos/imaginamos. En un punto de la dimensión imaginaria, en ese mínimo hiato que el singular símil abre ante nosotros, Aquiles persigue y Héctor huye por toda la eternidad.
En el verso 208 tiene lugar la segunda y más crucial de las escenas que se nos dispensan en la Ilíada sobre la balanza del destino y el equilibrio de Zeus. Todo concluye realmente en el poema con este episodio. Los pesos de las keres pesan más en el fiel de Héctor, y desde ese momento deja de ser adversario de Aquiles. El apoyo de Apolo desaparece automáticamente de su lado. La carrera por huir del Pelida pierde todo sentido y Atenea más portadora del fatum que de la voluntad de Zeus, engaña al troyano para que se detenga.
No le restan a Héctor sino 120 versos. En ellos entiende bastante rápido el espejismo de Deífobo en Atenea, y comprende que el final de su camino ha llegado. No vemos esta conciencia en otro héroe homérico de la Ilíada. Desde ella concibe que puede tener aún una rendija de libertad en la trama que ya presiente culminada de su destino. Por ello se atreve a arrojar su lanza valerosamente a Aquiles. Cree en el primer yerro del Pelida que puede vencerlo. Se abalanzan el uno contra el otro. Aquiles en su velocidad puede aún buscar el punto débil de su enemigo sin que la pena y la ira lo perturben al reconocer sus armas, prestadas por él a Patroclo, en el cuerpo de Héctor. Por un instante apenas, en la narración, Aquiles parece enfrentarse a sí mismo, a su propia imagen. Es quizás el último verso noble que le queda al poeta para honrar el valor inaudito de Héctor.
Con la luz del véspero, Aquiles le atraviesa el cuello a Héctor con la lanza. Patroclo puede descansar en paz.
Héctor suplica clemencia para su cadáver. Aquiles no está saciado aún y le advierte que lo arrojará a los perros. Aunque (y el verso es atroz) es a él a quien le provocaría roer las carnes del troyano, tal es su inmensurable furia.
El último consuelo de Héctor es predecirle la muerte a su verdugo, en esa macabra clarividencia que adquieren los héroes homéricos al morir.
Los guerreros aqueos se acercan a Aquiles y a su despojo, y se ensañan con el cadáver. Recuerdan todo el daño que les causó, todos los muertos que se llevó por delante y lo hieren ya muerto. Es verdad que el Eácida propicia todo esto, pero no sólo no participa de ello, sino que vuelve a recordar a Patroclo, revive su afecto y con él la rabia contra el muerto.
Ya no sabremos decir si en este ardor heroico de la pena, Aquiles acumula hybris sobre hybris. ¿Importaría acaso? En la conciencia ya descrita de la muerte inexorable que se le acerca, ninguna desmesura tiene ya demasiado sentido, demasiada causalidad. Mientras leemos, en el poema, que el héroe le perfora los pies a Héctor muerto, le inserta rudas correas y lo ata al carro para arrastrarlo por todo el campo, lo despoja de sus armaduras, antes suyas, antes de Patroclo y en viva piel tira de él por el polvo, desde las murallas de Troya hasta las naves aqueas, entendemos que ya Aquiles está más allá de toda desmesura. Él es, en carne, latido, aliento y sangre, la misma desmesura.
No podríamos decir que Homero nos ahorra el fiero espectáculo pues mueve nuestra mirada a Troya, donde Príamo y Hécuba, antes expuestos en imaginación a la ignominia, el dolor y el escarnio, ahora lo ejecutan en el paroxismo de ver a la criatura de su sangre y carne, vuelto magulladura sanguinolenta, inerte despojo del despiadado talante vengativo de Aquiles.
De ese dolor visual nos traslada al presentido, de oídas de Andrómaca, que no advertida de lo que ocurría, siente de lejos las quejas y alaridos de dolor de los suegros, y llega a tiempo para ver a Aquiles arrastrar el cadáver del hombre que amaba. Cae desvanecida de espanto. Y es su voz quebrada, abandonada, sola, desventurada la que cierra el canto. No sólo gime por Héctor, por cuyo amor conyugal casi no emite recuerdo, sino por su hijo, ahora huérfano, víctima fácil del hado. El dolor se transforma en los últimos instantes en memoria futura de los hombres. Héctor será el padre ausente, el defensor faltante, pero también la gloria sempiterna de los troyanos.
Y es que todo gran héroe requiere de una gran víctima. Y acaso la hybris de uno anula/absuelve la hybris del otro.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Ilíada XV: El designio de Zeus

Ilíada VII: Simetría homérica

Odisea I, II, III: Telemaquíada