Ilíada XII: Imágenes de acción

Einar Goyo Ponte


En uno de los cantos de acción más trepidantes de toda la Ilíada, los aqueos son compelidos a retroceder y a tener que defender, bajo el temor, las naves, pues los troyanos, impulsados por Héctor, atacan la muralla construida en una noche y abren una brecha en ella. El domador de caballos que los comanda tiene como objetivo quemar los navíos de los griegos.
Este canto funciona pues, como una suerte de Aristeia de Héctor, con el agregado de una breve intervención de Sarpedón, quien casi pierde la vida ante la respuesta de Ayax y Teucro, pero Zeus lo salva.
La acción es diáfana y breve: menos de 500 versos. No ocurre mucho más de relevante aparte de las descripciones heroicas de ambos bandos y la extraordinaria recreación del clima de desesperación que va adueñándose de los aqueos. Salvo la importantísima anticipación que se hace en los primeros 33 versos.
En el comentario del canto anterior cerramos con la alusión a los oscuros designios de Zeus. Estos son vislumbrados en esta anticipación: Aquiles y Héctor en el vértice de este futuro, el anuncio directo de la destrucción de Troya, y la implacable destrucción del muro aqueo, pero sólo al terminar la guerra y retornados los argivos a sus casas. El peso de no haber ofrecido “hecatombes perfectas” al levantarlo, recibe esta sañuda respuesta de Poseidón y Apolo, y quién sabe si otras que ya no relata la Ilíada.
Por ello, y aunque lo que hemos resumido arriba pareciera indicar lo contrario, esta es una rapsodia fundamentalmente retórica, basada fuertemente en nueve intensos símiles homéricos. Propongo seguir su secuencia.
La serie abre con uno referido a Héctor, en los versos 41-48: como un jabalí o un león enardecidos por estar cercado, y sin embargo, en lugar de rendirse se revuelve y ataca con más furia. Podríamos leer en él que se describe un episodio de valor insano, instintivo, irreflexivo, muy singular por estar referido al héroe que apenas está iniciando su Aristeia.
El segundo símil es uno doble, que refiere no obstante a lo mismo: una pareja de guerreros aqueos,  Polipetes y Leonteo, quienes en la primera imagen de parangón asemejan encinas de elevada copa, firmes y desafiantes del viento y la lluvia. De esta comparación enhiesta pasamos a una de movimiento, cuando ambos deciden responder al ataque y entonces retorna el jabalí, feliz animal homérico, a reflejar el ímpetu y la ferocidad de ambos guerreros. El ruido que hacen al sembrar la muerte a su paso recuerda el del crujido de los dientes. Ocurren entre los versos 132 al 151.
El próximo, tercero o cuarto, según la cuenta, tiene algo de particular pues no está enunciado por el narrador, como la gran mayoría de los símiles homéricos, sino por uno de los personajes en su alocución, lo cual es poco usual en el poema. Este es el  tercero en ese estilo. Lo declama Asio Hertácida, al quejarse de Zeus y la resistencia inesperada que ha encontrado de parte de los aqueos al defender el muro. Quizás por referirse a sus enemigos, la imagen utilizada también es inusual en la Ilíada: insectos, avispas o abejas que defienden sus panales, de los cazadores en mitad de un camino. El símil podría representar la psicología de los personajes también, y un soterrado desdén marcaría la diferencia entre los feroces jabalíes o leones de antes, y estos insectos voladores gregarios. Va del verso 162 al 172.
En 277 aparece uno de los símiles más célebres del poema: para comentaristas como Moulton o Leaf, es una de las más hermosas descripciones de la naturaleza del poema.  Espesos copos de nieve en día de invierno, enviados por Zeus, que adormece los vientos, cayendo incesantemente hasta cubrir cimas y riscos de altos montes; praderas y campos cultivados cubiertos de loto, nieve extendida hasta puertos y playas, únicamente detenidas por las olas, son asemejados a las piedras que se arrojan mutuamente aqueos y troyanos en la batalla. Una nevada de piedras. Singular la imagen cromática de predominio del blanco para el fragor de su origen. Ningún héroe protagoniza este símil.
En cambio, en el próximo (Vv. 299-308) el troyano Sarpedón y su ímpetu lo lleva a ser comparado con un montaraz león, en el segundo símil del capítulo que lo incorpora. Es un león hambriento, que guarda relación con el jabalí enardecido de Héctor, pues desdeña obstáculos y armas que puedan estorbarlo y hasta herirlo. La acción comprometida en la figura es la de violentar la muralla aquea.
En el que sigue (421-4) encontramos una nueva singularidad: se trata de un símil colectivo que refiere a los guerreros licios y a los dánaos. Unos atacan el muro, los otros lo defienden, pero no es esta su excepcionalidad, sino que la imagen sugerida no remite a animales ni a fuerzas de la naturaleza, sino a dos hombres, dos granjeros quizás, según traducción, en disputa doméstica por marcar los linderos de sus cercados. Homero reduce a “un pequeño espacio” la escala de lo que se disputan los dos bandos, crucial para ambos. Muy poco después (433-5), lo parejo del combate hace que el nuevo símil reitere la órbita humana en la imagen de una “honrada obrera”o una tejedora (de nuevo, según la traducción) pesando su lana para cobrar el miserable salario que llevar a sus hijos. Equidad y pobreza terminan siendo el saldo de muerte y sangre que va sumándose.
El símil final enciende el portentoso final de la rapsodia. En un desplazamiento cíclico, Homero ha partido desde Héctor y ha retornado a él para concluir el episodio. Es el ápice de su Aristeia. Para ilustrarnos de la prodigiosa fuerza del héroe troyano en este momento, se queda en el plano humano, siempre del plebeyo, que debe laborar para ganarse el pan, muy distinto de los aristócratas enfrentados en la guerra de Troya. Como un pastor que llevara en las manos el vellón, el cúmulo de lana de un carnero, suave, ligero, así el Priámida alza una piedra de ancha base y aguda punta que dos forzudos apenas hubieran podido montar en un carro, y la arroja contra la puerta de la muralla.
Lo que sigue no es un símil, sino una de las descripciones más cinematográficas de un destrozo que podemos encontrar en el poema: se rompen los quiciales, recrujen las tablas, los cerrojos no ofrecen resistencia, se desunen las hojas y cada una cae por su lado al impulso de la roca. Apenas nos faltaría escuchar el ruido  que produciría esta imagen triunfal.
No menos extraordinaria es la pintura de Héctor, de aspecto semejante a la noche (¿quizás Héctor es negro?), su bronce reluce de modo terrible, dos lanzas, una en cada mano, los ojos como brasas. Detrás de él el asalto de los troyanos.
¿Alea jacta est?

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