Ilíada XI: El inicio de un largo camino

Einar Goyo Ponte


Un nuevo juego dialéctico se establece en este canto onceno, uno muy interesante entre lo aparente y lo real, desde el mismísimo inicio. Dos dioses: uno omnipotente y omnipresente, Zeus; el otro, más una personificación de una actitud, que en la guerra, tiene sus dividendos: la Discordia, Eris , que inflama los ánimos de los aqueos en sus naves para incitarlos al combate; pero en realidad, ella no está allí por casualidad: Zeus la ha enviado para que se realice su designio, el humillante retroceso de los argivos hasta sus naves, con riesgo de perderlas. Es decir, que la usa, para engañarlos.
           
Una magnífica y poderosamente distractiva apariencia irrumpe pocos versos después. Es la primera de las cuatro grandes descripciones de armas de héroes que encontraremos en el poema: la de la espléndida armadura de Agamenón, que simplemente retrasa lo verdaderamente trascendente del episodio: Agamenón será herido en plena Aristeia suya y deberá volver de prisa a su nave; mientras del otro lado, Héctor parece ocultarse entre sus tropas mientras está en apogeo la Principalía del Rey aqueo, sólo para retornar al campo más exterminador de hombres que nunca, al verlo retirarse.
            Una cierta reiteración del mecanismo narrativo de alternancia encontramos en el próximo episodio con el portentoso Diomedes, quizás el guerrero más implacable y temible de los aqueos, de quien se narra una nueva Aristeia; pero a quien Paris lo saca de la batalla hiriéndolo en el pie con su flecha disparada desde un escondite. Troya práctica la guerra no frontal, y desde esa asimetría, con la ayuda de Zeus, que manipula a los aqueos, va ganándole el terreno a sus formidables enemigos. Sin embargo, hay un pequeño giro a su favor, en el cuadro siguiente, con la figura de  Odiseo, quien tras rescatar a Diomedes, queda solo y acorralado, sin saber si huir o pelear, a punto de morir masacrado por troyanos, pero por algo es el guerrero de multiforme ingenio: todavía tiene recursos para vencer a Soco, un troyano, y en un descuido, matarlo por la espalda, engañándolo, con tiempo aún para ser rescatado por Ayax y Menelao.
           
Más extraño aún, por la manera como envuelve la órbita de lo subjetivo humano, tan profundo e insondable como los oscuros designios de los dioses. Zeus infunde confusión y temor en Ayante y este retrocede, escudo a la espalda, lentamente, evadiendo las lanzas que lo persiguen, sin atinar a defenderse, luego de ayudar a rescatar a Odiseo, pero enseguida Homero narra que Ayante teme por las naves aqueas y va desesperado a hacer algo, con su escudo a cuestas. Algo que no ha decidido aún qué será, quizás porque no lo sabe, y mientras, tiene que intentar salir vivo. La confusión después de todo, humana o infundida por un dios, se mantiene.
           
El fragor de la batalla toma un giro insólito después de que Paris hiere a Macaón, soldado médico, que preocupa al ejército entero. Aquiles, que contempla todo lo que está ocurriendo en la debacle de los aqueos, lo ha percibido, pero no está seguro de quién es el herido que llevan raudamente a la tienda del anciano Néstor, por ello envía a Patroclo a que le dé cuenta confiable de lo ocurrido. Patroclo lo obedece, y la guerra se disipa, se suspende mientras seguimos al joven guerrero, imbuído de una majestad serena, de un aplomo, casi indiferente al mundo. Es lo que despliega al entrar a la tienda del Nelida. En una mirada rápida confirma los temores de Aquiles, pero el consejero le ofrece su hospitalidad: toda una estampa de cultura, de refinamiento (una esclava que atiende a Néstor, el preparado de una bebida regenerativa, el rito de la ingestión), pero Patroclo se desliza entre todo esto y quiere irse pronto. Se debate entre su lealtad a Aquiles, que lo obliga a no participar tampoco en la guerra, y las evidentes ganas de heroísmo que se le salen del cuerpo, quizás por eso la templanza y frialdad que demuestra durante el canto. Se está conteniendo. Pero no lo suficiente para que Néstor deje de notarlo. Precisamente por ello retiene a Patroclo a su pesar, con el relato de su heroísmo juvenil, cuando, desobedeciendo a su padre, obtuvo gran victoria en batalla contra los epeos. La extensión magnífica del cuento (148 versos) convierte a Nestor en un narrador magistral que combina mitos, verdades, ficciones, ejemplos y metáforas para agitar el ánimo del joven guerrero, pero más trascendente aún es la extraordinaria parábola que prefigura y vislumbra el inminente destino del joven amigo de Aquiles.
            Todo el canto XI es el comienzo de un largo y tortuoso camino, en el que se alterna lo real y lo aparente, hasta cumplir el secreto designio de Zeus, activado por la cólera de Aquiles, la Até de Agamenón, y Tetis, como acreedora de la deuda que el padre de los dioses tiene con ella.
            Patroclo, casi invisible hasta ahora, está justo al final de este sendero.

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