Ilíada IX: Actos humanos

Einar Goyo Ponte


Después de la Ilíada, VIII, dominada por lo sobrehumano y la impronta de los dioses, esta nueva rapsodia se enfoca en el quehacer de los héroes y descubre su lado más vulnerable.
En los primeros 20 versos contemplamos a Agamenón, el primus inter pares, golpeado por una fuerte depresión que lo hace sollozar, y que le hace descubrir la raíz engañosa del sueño vano que Zeus le infundiera en Ilíada,II, con lo cual se nos reitera que los picos de las emociones humanas los conectan casi invariablemente con los dioses, o les permiten descubrir sus hilos, presencias e influencias. Vislumbrado esto por el Rey, quiere abandonar Troya, convencido de que el plan de Zeus es que ésta prevalezca.
Llama la atención esta respuesta, también casi constante de los hombres. Una vez que se percibe la presencia olímpica, los mortales no deducen un favor divino personal o individual, sino un designio superior a su ámbito. El triunfo o la pérdida de la misión, de la embajada, de la ciudad, de la aventura militar es lo que los hombres contraponen a sus deseos. Lo vimos cuando Diomedes no puede vencer a Eneas o a Héctor. No piensan en que los protegen o atentan contra su gloria, sino que defienden o intervienen a favor de lo que está por encima o representa el adversario. Es otra de las formas de esas lejanas maneras religiosas con las cuales el hombre antiguo se relacionaba con sus dioses. Religión viene de “religare”, que significar ligar, atar. Así, con la conciencia de su debilidad, de su mortalidad ligaba, unía, mediante lazos invisibles, el hombre antiguo los distintos acontecimientos, fenómenos, avatares, coincidencias, imprevistos que signaban su existencia. El resultado es un sentido religioso no accesorio de la vida cotidiana. La presencia o ausencia de los dioses en sus actos o adyacencias marcaba el ritmo silencioso de la religión en su ámbito.
Es vulnerable también la airada respuesta de Diomedes increpando de cobarde a Agamenón y la proclamación de que aunque se fueran todos, él y Esténelo seguirían combatiendo en Troya.
Desde la potestad humana, Néstor propone la estrategia diplomática con Aquiles, tras el público arrepentimiento del Atrida de su comportamiento con el hijo de Peleo. También lo es el formidable presente que el Rey ofrece. Incluso el detalle aparentemente más básico, el de la devolución de Briseida suma a este inédito panorama de la humanidad de los héroes. La confesión de Agamenón de que “no ha subido al lecho” de la esclava es cónsona con la “Ate” que lo poseyera al reñir con Aquiles. Además en la narración no pareciera haber resquicios para que esto haya sucedido. En el plan homérico, creemos ver un diseño que necesita mostrar a Agamenón y su majestad en el punto más lacerante de sus crisis para hacer absolutamente verosímil la rendición ante el Pelida.
Cuando Homero nos traslada a la tienda de Aquiles continúa su tarea de mostrarnos el lado humano de los héroes. El de los pies ligeros está relajándose tocando la lira y cantando epopeyas, como la que estamos leyendo. Es una imagen poderosa, introductora de lo que vendrá, episodio de tremenda importancia en el poema. Ingresamos a una escena doméstica, con Aquiles dispensando los dones sagrados de la hospitalidad, con Patroclo sirviendo el vino y las especiales muestras de cariño por parte del Pelida al anciano Fenix.
El desarrollo de la embajada, la diplomacia, las obras de paz en tiempo de guerra se despliega en los discursos de los emisarios. Primero Odiseo, que apela al halago por la recepción, al miedo, con la amenaza de Héctor y los troyanos acercándose peligrosamente a las naves aqueas, y por último con el recuerdo de la despedida de su padre, en el que asoma una premonición del desacuerdo con Agamenón.
La respuesta de Aquiles es el núcleo de esta rapsodia. La frase “Me es tan odioso como las puertas de Hades quien piensa una cosa y manifiesta otra”, pareciera ir directo a Odiseo, pero también podría salpicar a la embajada entera. Decepcionado, oímos a Aquiles decir que ha descubierto que los meritos no valen en la guerra, y que igual muere el holgazán que el laborioso, sobre todo en su caso, tras ganar doce ciudades por mar y once por tierra.  No ser reconocido por sus logros lo hiere en el verdadero talón de Aquiles, su lado humano, el que quiere que al abandonar este mundo mortal, los tiempos venideros lo recuerden, pues en la porción de presente que puede atestiguar, esto no está ocurriendo. Rebaja la medula del conflicto aqueo-troyano a su propia órbita individual: ¿por qué luchar por recuperar a una mujer raptada si Agamenón hace lo mismo con sus príncipes? Y luego de demeritar y despreciar los presentes y ofertas del atrida, dice estos versos cruciales:
pues no creo que valga la vida ni cuanto dicen que se encerraba en la populosa ciudad de Ilión en tiempo de paz, antes que vinieran los aqueos, ni             cuanto contiene el lapídeo templo de Apolo, que hiere de lejos, en la rocosa Pito. Se pueden apresar los bueyes y las pingües ovejas, se pueden adquirir los   trípodes y los tostados alazanes; pero no es posible prender ni coger el alma            humana para que vuelva, una vez ha salvado la barrera que forman los dientes. (Vv. 403-412)
Y tras ello, recuerda el aviso de su madre: si permanece en Troya morirá, pero con gloria inmortal; si vuelve tendrá una vida larga. ¿La decepcion, el orgullo herido lo ha hecho empezar a considerar la segunda forma? ¿Está Aquiles cansado de ser héroe?
Sin embargo, no es este el corolario del canto. Este lo trae Fenix, quien en una reiteración de ese estilo homérico que terminó formándose tras los agregados y versiones de los siglos, con un mito remoto, ilumina y da relieve a lo que sucede en este momento.
Fenix, tras la hermosa metáfora de “rasparse la vejez”, alusiva a recobrar la juventud si hipotéticamente pudiera volver atrás en el tiempo, recuerda su irreflexiva juventud, desobedeciendo a su padre y disputándole su concubina, su huída a Ptía y su llegada a la casa del Rey Peleo, donde crió a Aquiles.  Le recuerda que las Súplicas son deidades hijas de Zeus,  que intentan contener a Ate, y que el Padre de los dioses favorece a quien las acoge. Para ribetear esto le refiere la historia de otro exceso heroico, el de Meleagro, y el supremo enfado con su madre, que casi costó las vidas a los etolos.
Aquiles no depone la cólera, Agamenón queda con su honra en entredicho, los aqueos en franco peligro. Agamenón ha echado atrás en la desmesura de su ira, pero Aquiles, desdeñando la súplica y el riesgo en que ha puesto a sus amigos, se siembra en la suya. La cólera de Aquiles, ya desmesurada, se convierte en hybris, pero su sombra pronto alcanzará a terceros. Quizás por esto necesita Homero el extremo contraste entre Atrida y Pelida. Para entender la magnitud de aquella.
En el mito de Meleagro, su madre, en un arrebato de cólera, arroja la brasa ardiendo que guarda en secreta caja, desde que Atropos, una de las moiras, de quienes hablamos en el canto anterior, le advirtiera que su hijo tendría la misma duración que tuviera el cauterio en el fuego, la arroja, decimos, a las llamas para que se consuma, al fin, la gloriosa vida de su hijo.
Mientras Peleo, en las palabras de Odiseo, recuerda que le advirtió a Aquiles que refrenara el natural fogoso de su pecho. Tetis, en cambio, ha rogado a Zeus que tuerza el rumbo de la guerra hasta que la justa ira de su hijo se vea reparada.
Y Héctor amenaza con acercar el fuego hasta las naves aqueas, muy cerca de la tienda de Aquiles.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Ilíada XV: El designio de Zeus

Ilíada VII: Simetría homérica

Odisea I, II, III: Telemaquíada