Ilíada VIII: El reino de la Noche
Einar Goyo Ponte
No es muy distinto en otras mitologías: en Yahvé no se ve este factor, pero luego la líbido, también omnideseante, de los dioses griegos, latinos, germánicos, nórdicos, africanos o mesoamericanos, convierte esa conflictividad, producto de sus inagotables apetitos, en algo inevitable. Richard Wagner, en su genial síntesis de la mitología germánica, nos interpreta el sentido último de esta historia arquetipal: por desear sin límites, Wotan condena a los dioses a su extinción, a favor de la raza humana, la cual, sin embargo, para ganar su libertad, debe sacrificar a su héroe Sigfrido, cuya pira genera las flamas que consumen el Valhalla, el Olimpo nórdico. En el interín debe debatirse y escoger entre complacer su voluntad, o la de los Gigantes, la de las ondinas del Rin, que le suplican por su oro perdido, la de Fricka, quien, harta de sus infidelidades, mas, incapaz de contenerlas, decide arremeter contra sus consecuencias. El conflicto de Hera contra todas las amantes de Zeus y sus frutos proscritos subyace en este hipertexto del mito.
Jean-Pierre Vernant (2000) nos relata también esto: “El caos ha engendrado a la Noche, y ésta ha dado vida a todas las fuerzas del mal, que son la Muerte, las Parcas, las Ceres, el Homicidio, la Matanza, la Carnicería; son también todos los males: la Miseria, el Hambre, la Fatiga, la Lucha, la Vejez. (…) La noche las ha parido junto con el Homicidio y la Matanza. Todas estas damas de las tinieblas se precipitan sobre el universo, que, en lugar de ser un espacio armonioso, se convierte en un hervidero de terrores, crímenes, venganzas y falsedades.” Y concluye: “Todas las fuerzas malignas que Zeus ha expulsado del mundo olímpico constituirán el tejido cotidiano de la existencia humana.”
Zeus
es el centro de la Octava Rapsodia de la Ilíada.
En los primeros versos reúne a los dioses en el Olimpo y les prohíbe, bajo
tremenda amenaza, la intervención en la guerra, ni en uno ni otro sentido.
Proclama e inventa para la historia, de paso, la hoy tan discutida política de
no injerencia.
Y de la misma manera que en la
historia, la declaración del Cronida oculta un verdadero interés inconfesable.
El cumplimiento de la palabra empeñada a Tetis en Ilíada, I. Los todopoderosos no pueden resistirse a aquello a lo
que su ilimitable poder los conmina: satisfacer a todos aquellos que con
lisonjas o reclamo de deudas antiguas les hacen solicitud de algo. Un
superpoder conlleva siempre una super responsabilidad, nos enseñó el Hombre
Araña: lo mismo ha ocurrido con los Dioses paternos y omnímodos. Su infinita
potencia no les evita meterse en formidables problemas, de los cuales, para
salir, siempre es el hombre mortal el expediente destinado a sacrificarse.
El Yahvé hebreo no deja de hacerlo
desde el inicio del mismo Génesis. Quizás hayamos sido nosotros su primer
desvelo. No había para qué crearnos, pero su omnipotencia se lo permitía, et voila… luego vinieron el árbol aquél,
la serpiente, el primer fratricidio, la torre de Babel, sobrevivir al diluvio,
a Sodoma y Gomorra. Tal fue el cúmulo de vicisitudes que acarreó nuestra
supervivencia que la mejor solución que se le ocurrió fue sacrificar a su único
hijo (él mismo, en versión humana y mortal).
No es muy distinto en otras mitologías: en Yahvé no se ve este factor, pero luego la líbido, también omnideseante, de los dioses griegos, latinos, germánicos, nórdicos, africanos o mesoamericanos, convierte esa conflictividad, producto de sus inagotables apetitos, en algo inevitable. Richard Wagner, en su genial síntesis de la mitología germánica, nos interpreta el sentido último de esta historia arquetipal: por desear sin límites, Wotan condena a los dioses a su extinción, a favor de la raza humana, la cual, sin embargo, para ganar su libertad, debe sacrificar a su héroe Sigfrido, cuya pira genera las flamas que consumen el Valhalla, el Olimpo nórdico. En el interín debe debatirse y escoger entre complacer su voluntad, o la de los Gigantes, la de las ondinas del Rin, que le suplican por su oro perdido, la de Fricka, quien, harta de sus infidelidades, mas, incapaz de contenerlas, decide arremeter contra sus consecuencias. El conflicto de Hera contra todas las amantes de Zeus y sus frutos proscritos subyace en este hipertexto del mito.
El designio de Zeus es, pues, dar
satisfacción a Tetis, en la reparación de su hijo Aquiles. Necesita la inacción
de todos los dioses. En la amenaza a los inmortales, Zeus recuerda dos cosas:
el Tártaro, el pozo, más profundo que el mismo Hades, donde hubieron de ser
sumergidos y encerrados los gigantes y los titanes peligrosamente rebeldes e
irredentos tras la revolución olímpica. El orden del Cronida se sostiene sobre
este abismo. Es un anuncio de lo que ocurrirá a quien ose desobedecer o atentar
contra dicho orden. Pero también es la remembranza de la herencia titánica,
desmesurada, omnipotente, omnívora del Padre de los Dioses. En ella, el destino
humano es un detalle menor, y Zeus nunca ha sido precisamente un alentador de la
raza mortal. Recordemos que sin el robo del fuego por parte de Prometeo,
hubiésemos perecido en la más feroz de las intemperies.
Además, Zeus tiene problemas
mayores. Por eso viaja a las profundidades del Monte Ida, solo, para
confrontarse con esa fuerza, casi inconcebiblemente, superior a él.
Proviene, también, del residuo del
Tártaro, que no pudo ser encerrado en él. Se trata de la diosa Noche, Nyx, de
quien ya habíamos hablado en Ilíada, II. Zeus, según Kerenyi (1997), guardaba
sacro temor de la diosa Noche (De nuevo en Wagner, vemos como Wotan se inclina
ante la diosa Erda, que habita en el interior de la tierra y lo contiene en la
desmesura de su voluntad. Uno de sus ojos se convierte en la prenda que el dios
nórdico paga para obtener el conocimiento de la trama universal en la que se
juega su papel). Hijas de la noche son las Moiras. Hesíodo llega a decir que
son hijas de Zeus y Temis, diosa de la tierra. Los órficos creían que las
Moiras habitaban en el cielo, en una caverna junto a una laguna cuyas aguas
blancas brotan de la misma cueva, en una nítida imagen de la luna llena
(Kerenyi, dixit). Quizás es esa cueva a la que desciende Zeus en Ilíada, VIII, 41-53.
Jean-Pierre Vernant (2000) nos relata también esto: “El caos ha engendrado a la Noche, y ésta ha dado vida a todas las fuerzas del mal, que son la Muerte, las Parcas, las Ceres, el Homicidio, la Matanza, la Carnicería; son también todos los males: la Miseria, el Hambre, la Fatiga, la Lucha, la Vejez. (…) La noche las ha parido junto con el Homicidio y la Matanza. Todas estas damas de las tinieblas se precipitan sobre el universo, que, en lugar de ser un espacio armonioso, se convierte en un hervidero de terrores, crímenes, venganzas y falsedades.” Y concluye: “Todas las fuerzas malignas que Zeus ha expulsado del mundo olímpico constituirán el tejido cotidiano de la existencia humana.”
Esos son los linderos del mundo
olímpico. Sobre ellos no tiene real poder el padre de los dioses. Por eso ahora,
solo en el Ida, en el momento crucial de su decisión para satisfacer a Tetis,
debe llevar a cabo la solemne y oscura ceremonia que determinará lo que
ocurrirá: Zeus templa la balanza y la llena con los pesos de las keres. Moira
significa lote o parte, referida a las faces de la luna. Esto es lo que pone
Zeus sobre los fieles de la balanza. Son pesos fatales de la muerte, pero caen
por azar, y el peso mayor envía a uno al Hades, mientras el otro sube al cielo.
Las fuerzas de la noche, las fuerzas del mundo exiliado del Olimpo, pero
efectivo sobre los mortales, no son controladas por el Cronida. Esta vez
perjudicaron a los aqueos, quienes deberán perder más y más terreno. Todo para
que Tetis pueda ver a su hijo ensalzado.
El reino de lo oscuro, el reino de
Nix domina el mundo de los mortales: la fatalidad definitiva, perder la vida,
está fuera del ámbito olímpico. Zeus es apenas el equilibrio de la balanza, por
ello, quizás entendiendo la injusticia inherente, excluye gentilmente a Atenea
de la amenaza hecha al comienzo del canto (en Wagner, Brúnnhilde, la primera de
las valkirias, las fuerzas ejecutoras de la voluntad de Wotan, desobedece la
indicación de no intervenir en el combate entre Hunding y el hijo humano de su
padre, Siegmund, favoreciendo a éste último, permitiendo con ello el nacimiento
del futuro héroe libre, Sigfrido) y concede piedad al ruego de Agamenón, primero
engañado por el dios en el sueño del Canto II. Su águila majestuosa deposita
una cierva para la hecatombe, anima a los aqueos agobiados y suspende el valor
de los troyanos.
A pesar de ello, Zeus anuncia a
Atenea y a Hera, a quienes ha reprimido de desobedecerlo, que todo se mantendrá
así hasta que “junto a las naves se levante el Pelida” para luchar contra
Héctor.
Y de pronto, en la naturalidad e
indiferencia de quien no siente por los humanos demasiada estima, revela el
nombre de un futuro cadáver, que hará este viraje posible. Para el no habrá
ceremonia oscura y fatal. Quizás la balanza de este día ya incluía el destino
del joven Patroclo.
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Karl
Kerenyi: Los dioses de los griegos. Caracas,
Monte Ávila Editores.
Jean-Pierre
Vernant: El universo, los dioses, los
hombres. Barcelona, Anagrama.
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