Ilíada V: El influjo de Atenea
Einar Goyo Ponte
El
Canto V de la Ilíada comienza con
Atenea y su influjo sobre un héroe: Diomedes. La
espectacular metáfora de luz (que parece referir más a lo solar que a lo
estelar) con la que éste surge marca buena parte de esta rapsodia.
Diomedes
avanza acicateado por la diosa, como un torrente hinchado, en la traducción de
la metáfora que hace Segalá y Estalella, pero en 124, la diosa le otorga un
don: le disipa la niebla de los ojos humanos y le permite ver a los dioses
invisibles y distinguirlos de los hombres, así podrá desoir sus tentaciones. Le
advierte no combatir con los inmortales, pero sí Afrodita interviene en la lid,
le ordena herirla.
En
su libro clásico Paideia, Werner
Jaeger nos describe la estrecha relación que existe entre diké e hybris. La diké es la justicia otorgada y recibida,
ejercida y sufrida, el verdugo y el condenado, el reparador y el reparado. Esa
dinámica del concepto, ese movimiento bidireccional sugiere que también se
irradia a la falta y a la restauración. La falta, sin embargo, se mueve más en
el ámbito de la hybris, según Octavio
Paz, el sacrilegio por excelencia para los griegos contra la salud política y
cósmica: el de la desmesura.
En
la figura del héroe es donde reside la neuralgia misma de esta compleja concepción
del mundo. La libertad, la voluntad y el poder sobrehumano de los dioses están
atravesados de ella. La figura heroica, por ello, no puede ser sino humana.
Para arriesgar y debatirse entre la inacción y alcanzar la gloria, para apostar
a la memoria venidera, para pasearse por la idea de desafiar a los dioses, para
olvidar o tener conciencia de todo lo que humanamente puede perderse, es el hombre
el que acude a llenar la imagen del dilema. Para los dioses estos conflictos no
existen. Nada puede lastimarlos ni inmutarlos, salvo que se desequilibre su
poder. Esto es, que se socave el orden.
La
Principalía o Aristía (como la llama Alfonso Reyes) de Diomedes abre el abanico
sobre todo este complejo entramado: el don de Atenea fortalece a Diomedes, el héroe
humano, pero lo aproxima a la órbita divina, al permitirle divisar a los
inmortales. Lo hace salir de su límite, ser, al menos mientras cabalga bajo la
égida de Atenea, más que el humano que es. En el obsequio de Atenea viene implícita
la tentación, la posibilidad e incluso el mandato de la desmesura. Es herido
pero sigue adelante, sangra, pero no desmaya.
Para
Jaeger, la hybris es la acción
contraria al derecho, que sería la diké,
pero es también el movimiento a ser más de lo que le está establecido. Esa
medida, que es la del orden, o sea, la del equilibrio que intentan preservar
los dioses, está impuesta por los inmortales, pero no por un capricho. De
hecho, quizás sea la única cosa no movida por apetitos o voliciones que los olímpicos
realizan. Para entenderlo hay que recordar su origen.
El
sistema regido por Zeus, y apoyado por sus hermanos, Poseidón y Hades, se
inicia en la revolución que el primero lideró contra la tiranía de los titanes,
sus padres y ancestros. El titán, y particularmente el padre de Zeus, Cronos,
representa exactamente lo que los olímpicos contienen: la desmesura. Cronos
devoraba a sus hijos pues se le había vaticinado que uno de sus hijos lo
destronaría. El mundo titánico es inhumano por definición. El hombre no existe,
no tiene cabida. Otro titán, Prometeo, entrega al mortal un elemento que puede
levantarlo de su fango primigenio, y por ello se gana el castigo de Zeus, que
lo aherroja, no sin antes oír que la noria del destino repite su vuelta: Zeus
puede ser derrocado y Prometeo sabe cómo.
Las bodas de Tetis y Peleo son acaso otra forma de este acecho, de este
temor, de la necesidad de mantener ese dique tanto más precario en tanto más
invisible. El fruto de la boda del mortal con la diosa es Aquiles, la
personificación del héroe, el arquetipo vivo entre los vivos. Como la de todo
héroe, la figura de Aquiles es peligrosa. Pero, su ausencia del campo no ha
detenido la guerra, ni la dinámica de la diké
y la hybris.
Atenea
ha buscado un sustituto para Aquiles en Diomedes, le da un don especial. Con
ello imparte la justicia…¿para equilibrar qué? ¿A Menelao abandonado? ¿Por la
ofensa a los griegos? ¿Por la afrenta a Aquiles? O ¿por la manzana de Éride no
entregada a Atenea y sí a Afrodita?
El
brazo de esa justicia de Atenea es Diomedes, quien tiene el permiso de la diosa
para herir a otra diosa. ¿Es la justicia de Atenea? ¿Herir a una diosa, poder
divisarla, apuntarle, atravesarla con la espada, no es un acto de hybris?
Nada
más por hacer aquello que Atenea designa, ya Diomedes está desbordando su
ámbito. En 252, respondiendo a Esténelo, se rehusa a abandonar la lid, dice que
Palas Atenea no lo deja temblar. Y sobresalir, destacarse, arriesgarse,
superarse a sí mismo, lograr la hazaña, el prodigio, y con él, inspirar a
otros, arrastrar el ánimo de los guerreros hacia la victoria, también
personificada en Atenea Nike, ¿no es la tarea, por definición, del héroe?
De
nuevo, Octavio Paz: “Ahora bien, no se comprende enteramente en qué consiste el
pecado de desmesura si se concibe la medida como un límite impuesto desde
fuera. La mesura es el espacio real que cada quien ocupa conforme a su
naturaleza. Ir más allá de sí es transgredir tanto los límites de nuestro ser
como violar los de otros hombres y entes. Cada vez que rompemos la mesura
herimos al cosmos entero.” (1956, pag. 199)
Cumpliendo
la regla barthesiana de que no se puede mostrar un revolver en un relato sin
usarlo, efectivamente Diomedes hiere a Afrodita. Los dioses disputan acerca del
atrevimiento del héroe, pero dejan hacer. Sin embargo, en la tierra, Ares y
Apolo intervienen a su modo en los eventos. El último, más discretamente, pero
el primero con su furor emblemático, lo cual hace que Atenea vuelva a acicatear
al héroe, quien se crece más y más y se enfrenta al dios de la guerra,
haciéndolo correr la misma suerte que su hermana-amante, Afrodita.
¿Es
Atenea ciega en su ímpetu, en su inspiración a los héroes, o en el influjo de
Atenea no hay pecado? El impulso, la exigencia de Atenea hacia la victoria ¿es
la expresión más acabada y luminosa de la Areté o en el deseo de la diosa de
que el héroe se rebose a sí mismo, viene implícito su destino trágico? Todos
conocemos ya el final último de Diomedes, el de Aquiles, el de Odiseo, otro de
sus dilectos protegidos.
La
Ilíada, V es también un formidable
ejemplo de ello. En este canto, Homero convierte la muerte de los guerreros en
una suerte de estribillo. Un estribillo fúnebre, por supuesto, formado por dos
elementos, uno ya conocido, el de la imagen de la oscuridad cayendo o
envolviendo los ojos del soldado, y en esta rapsodia (vuelve la paradoja
aparente del poema fundacional, pero ya demasiado maestro, incluso la de ir
inaugurando un recurso nuevo en cada canto), uno inédito: “cayó con estrépito y
sus armas resonaron”. Entre los dos nos brinda Homero un efecto de hermosa
artesanía: el narrador poeta va adivinando lo que viene, y sin terminarlo de
revelar, pero preparándonos para ello, nos aglutina la vida honrosa, brillante
o dolorosa; virtuosa o soberbia, que pasa colorida, sin embargo, ante nuestros
ojos, segundos antes de que esta se acabe, tronchada, sangrante, derribada en
la batalla. Así la filiación de los
gemelos Fegeo e Ideo, el discípulo de Artemis, Escamandrio; el astillero
Fereclo; más hermanos fallecen a manos del Tidida (Abante y Poliido; Janto y
Toon, describiéndonos el futuro dolor del padre.
No
debería extrañarnos pues esta imagen de Atenea que Homero nos comparte cuando
sale desde el Olimpo con la bendición de Zeus, a poner coto a los desmanes de
Ares: “Suspendió de sus hombros la espantosa égida floqueada que el terror
corona: allí están la Discordia, la Fuerza y la Persecución horrenda; allí, la
cabeza de Gorgona, monstruo cruel y horripilante, portento de Zeus…” (733-743).
La
Gorgona es la cabeza de Medusa, diosa antigua, rival de Atenea (como lo fueron
Hera y Afrodita en el juicio de Paris; Hera y ella se hermanan en el despecho
pero Afrodita permanece como su adversaria). A Afrodita no la puede decapitar,
pero sí mandarla a herir. A Medusa, de hermosa cabellera que osó competir con
Atenea, la transforma en la horrible Gorgona, nido de serpientes.
La
Gorgona, la cabeza de Medusa que petrifica a los hombres, es una hechura de
Atenea. Como a Diomedes, ella ha insuflado la misión a Perseo de destruirla y robar su espantosa
cabeza reptil, para ella, pero podríamos leerla como el reverso de la diosa, su
lado, su faz oscura, temible, destructora, segadora de hombres y héroes. Atenea
impulsa a los héroes al valor, a la victoria, pero su rostro oculto, su
reverso, es la muerte fatal. Atenea lleva en sí al búho y a la serpiente.
Pájaro y reptil: serpiente emplumada. ¿Quetzalcoatl?
Por
su influjo o no, acicateada por su fuerza, en los brazos de Diomedes, la muerte
llega puntual, puntiaguda, irreprensible a través de todo el Canto V de la
Ilíada.
Cuando
Afrodita llora herida ante los olímpicos, lo que le ha hecho el Tidida, Zeus la
consuela diciendo: “Ignora el hijo de Tideo que quien lucha con los inmortales
ni llega a viejo ni los hijos le reciben llamándole padre y abrazando sus
rodillas, de vuelta del combate y de la terrible pelea.”
Cuando
termina el combustible del alado impulso de Atenea, ¿es allí a dónde van a
parar los arrastrados por su influjo?
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Werner
Jaeger: Paideia (1942), México, FCE.
Octavio
Paz (1956): El arco y la lira, México, FCE.
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