Ilíada XVI: Formas y signos del destino

Einar Goyo Ponte


La Ilíada es también una inquisitiva exploración de los meandros, máscaras, derivaciones, espirales en las cuales se manifiesta esa realización de la vida humana que los griegos daban en llamar destino. Hemos estado señalando cómo, desde hace varios cantos, el nombre de Patroclo se ha convertido en el nervio del designio de Zeus. Es el dios quien lo ha marcado como el pasaje a través del cual éste se realizará. Aquiles y Héctor son sus extremos, pero Patroclo es el centro del proceso. Una suerte de bisagra fatal. El canto XVI, el que narra la Aristeia de Patroclo, es además una inquietante descripción de los procesos tortuosos e inesperados que tiene el destino de alcanzar su cumplimiento.
El primer signo es el llanto de Patroclo ante Aquiles, al conmoverlo sella su participación en la guerra y activa el designio vislumbrado por Zeus.
El segundo es el plan confeccionado por el propio Aquiles, quien aún se niega a volver al combate, y aún espera ver humillado a Agamenón y devuelta la esclava que éste le arrebatara. Para ello pide a Patroclo francamente que lo sustituya: le da sus armas, su escudo, su casco, su armadura. Oculto en ella, los ejércitos lo confundirán con el Pélida, y los aqueos se reanimarán, mientras que los troyanos se desbandarán de horror. Hasta allí debería llegar la función de Patroclo, luego regresar. Ser la estela, el celaje, acaso el espejismo de Aquiles, pero no Aquiles. Un destino inconcluso, el atisbo de un destino, no su culminación. Quizás allí radique la médula de lo que ocurrirá en este Canto.
Patroclo se va, Aquiles prepara la puesta en escena de su simulacro, pero al quedarse solo dirige una plegaria a Zeus, para que proteja a su amigo. Entonces, ocurre un sismo que repercute hasta en la escritura, en el estilo mismo. Aquiles ruega por la vida de Patroclo y el éxito de su misión, pero el narrador nos revela, en un intento por hacernos comprender lo que acontece en los estratos de lo invisible que median entre el cielo y la tierra, que Zeus sólo le concede uno de los dos deseos, y no el quizás más caro a su corazón.
Se nos narra la magnífica Aristeía de Patroclo, y mientras más hazañas consigue, más recorre por el poema el aroma de la juventud, la franqueza, la frescura, el entusiasmo, quizás más diáfano que se describe en el poema. Agamenón quiere hacer valer su primacía puesta en entredicho por Aquiles; Menelao por celos o despecho; Paris, en el ardor instantáneo que siente, lo hace por líbido; Diomedes, impulsado por Atenea,  Ayante por la frustración repetida de no poder vencer a Héctor, éste para proteger a su familia y el frío empeño de destruir las naves, pero Patroclo va por el puro heroísmo. Es como el cantante que se ha preparado largo tiempo, pero no encuentra la oportunidad de demostrar su talento, hasta que un día se le brinda, casi sin buscarla,  la ocasión, y la aprovecha con toda su pasión, su brillo, su facultad limpia, potente, insolente, feliz. Así atraviesa Patroclo el canto: la lanza, el despeje del asalto a las naves, el sofoco del fuego. El hermoso símil homérico lo confirma: “Como cuando Zeus fulminador quita una espesa nube de la elevada cumbre de una gran montaña y aparecen todos los promontorios y las cimas y valles, porque en el cielo se ha abierto la vasta región etérea”. Otra imagen contribuye a explicar el prodigio que estamos presenciando y lo que está moldeándose. Llega casi 90 versos después: Patroclo va jinete del carro de los caballos divinos de Aquiles, los corceles de Peleo. El héroe humano, conduciendo a las fuerzas inmortales en la batalla. Una hermosísima representación de la hybris.
Llega así el próximo signo, el cuarto: el combate con Sarpedón. Este héroe es protegido, hijo más bien de Zeus, por lo cual el propio Crónida se debate entre conservar su designio, saldar la deuda que tiene con Tetis, o salvar a su hijo, aunque ello signifique arruinar todo su plan e impedir que Aquiles vuelva a la batalla y Troya sucumba. Repentinamente, Sarpedón se convierte en la báscula del destino de la ciudad de Príamo.
Sarpedón, cuando Hera, convence a su marido, de no intervenir, muere a manos de Patroclo. Quizás allí, el destino del héroe menetíada, encuentra su lápida definitiva. Es difícil creer que Zeus olvidara tan fácilmente.
El mensajero de los deseos de Zeus será otra vez Apolo, quien baja a proteger el cadáver de Sarpedón, y en el verso 684 vemos el quinto signo que sella la suerte de Patroclo. Este se cansa de ser el espejismo de Aquiles  y quiere ser él la pesadilla de los troyanos. El narrador, que no puede dejar de ser omnisciente, se lamenta de esta decisión y apostrofando al héroe, como si en esa fórmula del estilo estuviese despidiéndose de él. “¿ A cuántos mataste, quién fue el primero, cuando los dioses te llamaron a la muerte?”, pregunta, sin dejar de narrar, el narrador. Mientras Patroclo se va acercando a Héctor, es decir, a su destino.
El próximo signo es ambiguo. Después de su magna y casi transparente Aristeia, Patroclo, en la proximidad de su ocaso marcado y repentino a la vez, se desdice, se contradice, se burla de una de sus víctimas, de Cebriones, a quien le clava la lanza y lo escarnece comparándolo con un buzo, en tétrica similitud de la profundidad del mar con la inercia de la muerte.
Es una hybris semejante a toda su Aristeia: casi inocente, casi casual, casi imperceptible, pero bastante para enturbiar su heroísmo, bastante para levantarlo en su soberbia.
Va hacia el cadáver a cobrar el trofeo de sus armas, y en el símil vuelve a apostrofarlo, mientras va convenciéndonos de que lo hace a medida que Patroclo se acerca más a su fin, pues del otro lado, impidiendo el robo de las armas, está Héctor, la, proclamada por Aquiles, némesis de Patroclo.
Llegan los demás troyanos, Patroclo está ya solo contra todos ellos, y entonces surge el último signo, Apolo lo rodea y va mágica, artera y fatalmente despojándolo de su armadura, o sea la de Aquiles. Ello implica que el truco, el juego de sustitución ideado por Aquiles concluye. Los troyanos descubren, antes de matarlo, que en lugar de Pélida, se trata de Patroclo. Homero nos ha habituado desde el Canto III a soportar la crudeza de sus descripciones de batallas y lo duro de las heridas y la muerte de los diversos guerreros, pero así como en ningún otro héroe se nos contagia el entusiasmo del menetíada, así ninguna otra muerte nos resulta tan atroz, triste, y casi que tan injusta (aunque este adjetivo esté un poco fuera de lugar en la Ilíada) como la de Patroclo.
El invisible Apolo lo empuja y le arrebata el casco impoluto de Aquiles. Su rostro queda al descubierto, la pica se le parte en la mano, pierde el escudo. El dios le desata la coraza, y allí en esa desnudez e intemperie repentinas, el héroe aqueo entiende que su destino está marcado, justo cuando la lanza de Euforbo Pantoida se le clava en la espalda, como siglos después, otra lanza traidora segará la vida de Sigfrido, el invencible e invulnerable. A traición lo prepara y desarma Apolo, a traición lo hiere Euforbo. Ya herido y acorralado, intentando huir para salvarse, lo alcanza Héctor y le clava la espada en la ingle, muy cerca de la virilidad. El símil homérico evoca a un león venciendo al fin a un jabalí, los animales más recurrentes del estro del aeda.
Dos signos fatales se acumulan aún alrededor de la muerte del héroe, pero ya no le pertenecen: uno es el relevo siniestro que Zeus le reserva a Héctor, del casco de Aquiles. Y el narrador, en el extremo irónico de su clarividencia, nos revela que lo hace porque ya el camino de Héctor también está por llegar a su destino. El otro está íntimamente ligado a esto. En el ahogo de la sangre y la vida que se le escapa, Patroclo le vaticina casi, con aterradora exactitud, su muerte al líder troyano.
Héctor, de inmediato comienza la cima que el relato y el destino le tienen reservada, cuándo responde: ¿Quién sabe si Aquiles, hijo de Tetis, la de hermosa cabellera, no perderá antes la vida, herido por mi lanza?”
Héctor apuesta por el albur humano frente al fatum de los dioses.
¿Quién sabe?   

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