Ilíada XIII: Alternativas

Einar Goyo Ponte


En la introducción a su obra Los dioses de Grecia, Walter F. Otto (1929) nos previene: “Al hombre moderno no le será fácil llegar a una justa comprensión de la antigua religión griega”. Fundamentalmente porque lo que oye de estos dioses y de sus relaciones con los hombres no tiene eco en su alma. Recuerda que la griega antigua es una religión “tan natural que la santidad, aparentemente, no tiene cabida en ella.” Y la seriedad moral, tan inherente a nuestra moderna manera de concebir la religión, se extraña en estos dioses. No hay “verdadera intimidad cordial entre el hombre y sus dioses”, sigue diciendo, no hay “bienaventuranza de la unión”, en su lugar, siempre una distancia entre ambos: “Los dioses tienen su propia asistencia, de la que el hombre está separado eternamente.” Y concluye ese párrafo inicial con la convicción de los dioses olímpicos “están muy lejos de redimir al hombre del mundo y elevarlo hasta sí.” (Pags. 23-24)
Es verdad que con el devenir de la historia griega estos juicios podrían verse matizados, pero en lo que se refiere a los poemas homéricos son dramáticamente puntuales. Por ello, a nosotros nos cuesta tanto entender las actitudes, conductas, decisiones y acciones de los dioses en un poema como la Ilíada. No se trata de que Homero o su escuadra de talentosos versionadores no nos lo expliquen bien; es que el poeta antiguo no intenta siquiera bocetear una aclaración, quizás fundamentalmente porque no pueda hacerlo o porque entienda que no le competa hacerlo.  Así como para nosotros, imbuídos de cultura judeo-cristiana, de metafísica variada, de cientifismo de causa y efecto, nos resulta arduo de descifrar, y apelemos a adjetivos como “caprichoso”, “arbitrario” o “contradictorio” el hacer de los dioses, para los griegos de la época de Homero, explicar a los olímpicos era cuando menos impertinente. Las facultades humanas no podían aspirar a tanto. Ya bastante era con representarlos antropomórficamente. Quizás esa sea la base del error: creer que por ostentar una forma humana, podemos interpretar que también se comportan como humanos.  Y no, la omnipotencia divina se maneja por parámetros éticos y morales sustancialmente opuestos de los nuestros. Estamos a su merced es la más optimista conclusión a la que podemos llegar, tras entender este último presupuesto.
Reflexionamos sobre ello a la luz de lo que ocurre en el inicio de Ilíada, XIII: después de haberle reclamado a Zeus en Ilíada, VII, la construcción del muro aqueo, sin ofrecer tributo a los dioses y poner en riesgo la memoria del que construyeran él y Apolo para Laomedonte, y que este recuerdo promoviese la anticipación del comienzo del canto anterior, Poseidón, agazapado, aprovecha la partida del Padre crónida y evoca que la construcción de ese muro en Troya y que el rey de entonces, se negara a pagarlo, son el origen de su rencor hacia los troyanos, y experimenta una extraña y casi sorprendente compasión por los aqueos. No ha perdonado la ofensa que representa que los argivos hubiesen levantado el muro tan pronto y sin ofrendarlo a los dioses, pero parece que su odio hacia Troya es mayor y decide ayudarlos.
A espaldas de Zeus entonces, toma la apariencia de Calcante, el protervo adivino de Ilíada, I, y alienta a los Ayantes al combate, dándoles vigor, así como a los guerreros de las últimas filas, las falanges comandadas por Teucro, Leito, Penéleo, Toante, Deípiro Meriones y Antíloco. Con esto desencadena un juego de alternativa al canto anterior, dominado por la Aristeia de Héctor y el avance indetenible de los troyanos.
Así, ahora contemplamos hazañas del lado aqueo, en una rapsodia mucho más larga que la anterior, y con detalles heroicos extraordinarios, que disputan primacía a lo narrado en la precedente: las falanges argivas contienen el avance de avalancha de Héctor; los troyanos caen como encinas o fresnos cortados por el bronce, en símiles, quizás del tipo fórmula, repetidos, entre 200 versos de distancia;  como relámpagos, llamas o el mismísimo Ares, vuelven a la batalla Meriones e Idomeneo; por momentos la batalla semeja una tempestad de bronces, polvo, espadas, picas y sangre de hombres. Y entonces, Homero nos hace una singular revelación, que en el contexto en que hemos escrito este comentario, podría acercarse a esa elusiva explicación, entre los versos 345 y 360: Zeus y Poseidón preparaban “deplorables males a los héroes”. El primero quiere un triunfo circunstancial de los teucros para glorificar a Aquiles, pero no desamparar totalmente a los aqueos. Poseidón anima a los argivos, indignado contra su hermano. Pero no ha descifrado los designios últimos de éste. Así “los dioses inclinaban alternativamente a favor de unos y de otros la reñida pelea y el indeciso combate”.
En este panorama de alternativas épicas, hay dos momentos en este canto que se destacan además, en medio de todo lo que ocurre: ambos están relacionados a Paris, quien lucha aquí al lado de Héctor, Eneas, Deífobo y Agenor.
El primero, sin embargo, lo protagoniza Menelao, su rival. Tras matar a Pisandro, el Atrida lo increpa, recordando la ignominia del rapto de su esposa, la afrenta a la hospitalidad de Zeus y el robo de sus riquezas. Y en una frase que no podemos precisar si es una queja o un halago, expresa: “De todo llega el hombre a saciarse: del sueño, del amor, del dulce canto y de la agradable danza, cosas más apetecibles que la pelea, pero los teucros no se cansan de combatir.”
El segundo es mucho más extraño, y en una lectura moderna, tocada de simbolismo, metaficción, autoconciencia del narrador, y demás artilugios reflexivos y autorreferenciales, inevitable de suscitarnos inquietudes infinitas: Paris ve morir a Harpalión a manos de Menelao, e irritado en su espíritu, dispara una flecha. Mientras esta vuela, Homero nos cuenta de Euquenor, hijo de Poliido, de Corinto, quien se embarcó para Troya sabiendo la funesta suerte que allí le aguardaba, a pesar de las veces que su padre se lo advirtiera, pero la opción alterna no era más halagüeña: morir en su palacio aquejado de penosa dolencia. Euquenor, entonces, por evitar los reproches de los aquivos así como la odiosa enfermedad, se vino a Ilión. Entonces, la flecha de Paris se le clava por debajo de la quijada y de la oreja, y lo mata.
Bastante más abajo, otra flecha del deiforme Priámida extraerá la vida de otro guerrero, a quien también le predijeron la muerte si venía a luchar a Troya, y que tuvo la alternativa de morir en su casa, tranquilamente, o vivir más allá de la memoria de los hombres que lo rodeaban, y escogió lo segundo, disgustando con ello a su madre.
Pero eso no lo contará Homero en la Ilíada.

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Walter F. Otto (2003): Los dioses de Grecia. Madrid, Siruela.

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