Ilíada XIV: Interludio erótico
Einar Goyo Ponte
En
lo que podría ser uno de los cantos más impredecibles del poema, el Canto XIV
llega con intervención femenina y divina, de parte de dos de los inmortales
menos simpáticos del Olimpo: Poseidón y Hera.
De
hecho, de la poderosa intervención del primero, que equilibra, temporalmente la
batalla, surge el nervio de esta rapsodia XIV.
La acción atrevida, sorpresiva de Poseidón, cambiando de humor, e
interviniendo detrás de los aqueos, en la batalla, parece conmover a otros
inmortales. Cuando creemos que estos son indiferentes o distantes del padecer
humano, los encontramos compadeciéndose de los argivos acorralados, incapaces
de contener el avance de Héctor y los troyanos quienes los arrinconan contra
sus propias naves.
Junto
con Poseidón, que hace todo lo que está a su alcance en el mundo, al lado de
los mortales, Hera, la celosa e irritable esposa/hermana de Zeus, decide
hacerlo en el mismísimo cielo, enredando nada menos que al propio Zeus, e
involucrando a otras deidades, quienes sin saberlo arman una trama, de la que
sin embargo no sospechan siquiera el
desenlace que tendrá.
En
medio de la cruenta guerra, mientras cada vez más mueren y mueren guerreros de
bando y bando, y uno de ellos ve cada vez más cerca su debacle, Hera quiere
distraer, adormecer al Padre de los Dioses, y para ello decide seducirlo. El
imaginario homérico para este episodio erótico, que sin embargo jamás llega a
ser explícito, tiene la misma riqueza y detallismo que sus estampas bélicas. La
literatura no puede medirse en términos de progreso o innovación. A veces
pareciera que todo lo que ocurrirá en narrativa o poesía ya está perfilado,
logrado o inaugurado en Homero. Imaginar debe buscar su representacionalidad, su
suprema cristalización o su ruptura de moldes. Homero no podía saber lo que
desencadenaría, por eso es la fundación de todo o casi todo.
En
la seducción de Hera asisten la habitación oculta, obra de Hefesto, labrada con
cerradura secreta, suerte de toilette divino, donde la diosa se lava el cuerpo
con ambrosía, aceite craso y suave, con una fragancia que plena cielo y tierra.
Asiste su hermoso rostro, los rizos lustrosos de su cabello, su atavío, lleno
de bordaduras de la tejedora Atenea, el broche dorado y el ceñidor de 100 borlones,
los pendientes de tres piedras preciosas como ojos, el manto blanco, las
sandalias en los nítidos pies.
Y
por si esto fuera poco, pide a Afrodita, sin revelarle el verdadero motivo, el
mágico dispositivo, el kestos himas,
suerte de cinto o collar que lleva siempre en el cuello, y con el cual irradia
todos sus encantos: el amor, el deseo, las amorosas pláticas y el lenguaje
seductor.
Luego
viene el ascenso de la diosa, el viaje por Pieria y Ematia, el Atos, el Ponto,
Lemnos, y el encuentro con Hipnos, el Sueño, segundo cómplice de Hera,
conseguida mediante tentadoras promesas, también carnales. El viaje, casi
irreal, cada vez más alejado de la batalla, continúa por Lemnos, Imbros, Lecto,
hasta llegar al monte Ida.
El
ardor de Zeus se enciende apenas ve a Hera, que aparece ante sus ojos como
cuando gozaron del amor en la clandestina circunstancia a escondidas de sus
padres, en la irrefrenable y compleja pasión del incesto. Ese componente oculto
se reedita en esta aventura. Zeus vuelve al pasado, Hera rejuvenece ante sus
ojos. Otra vez son los jóvenes dioses, irresponsables, en la culpa y el placer
de su pecado.
Ingrediente
imprescindible del engaño de Hera es que ella le hace creer que él no es el
objeto de su viaje, que va de paso, sumisa a pedirle permiso. Tras ello, Zeus
no puede contenerse, tanto que dice más de lo que debería. Sólo porque es el
padre de los Inmortales o porque a Hera en verdad le interesa más otra cosa,
podría perdonársele que utilizara como torpe recurso de expresión del deseo, un
inventario de amantes e infidelidades contra la propia esposa. Por menos de la
mitad de esa indiscreción, nosotros los mortales habríamos perdido para siempre
la oportunidad de yacer con la pareja buscada e irrespetada por el exceso de
deseo y de confesión.
Hera
vuelve a fingir: dice que tiene escrúpulos de hacer el amor allí, donde todos
pueden verlos, y Zeus, que es pura líbido, cubre la estancia con espesa nube
para ocultarlos de cualquier posible mirada. Y el prodigio concluye con la
misma sensualidad con la que comenzó: verde hierba, loto fresco, azafrán y
jacinto espeso y tierno les sirvió de
lecho, arropados por la nube que llora lucientes gotas de rocío.
Una
vez consumado el coito, no narrado por Homero, Zeus se derrumba, acunado por
Hipnos, hermano de la muerte.
Poseidón
es libre entonces de apoyar a los aqueos, quienes repelen a sus enemigos.
Y
en un nuevo episodio del combate interrupto que llevan a cabo desde hace siete
cantos, Héctor y Ayante, este último esquiva una lanza del troyano, y enseguida,
para evitar que huya de nuevo, le arroja una piedra de las que servían para
calzar las naves y le atina con ella en medio del pecho (no se explica cómo si
Héctor iba huyendo, el proyectil de Ayante puede darle de frente) cerca de la
garganta y casi lo mata: cae con todo y armadura y escudo, teniendo que ser
sacado en brazos de Polidamante, Eneas, Agenor, Sarpedón y Glauco. El héroe
vomita sangre y pierde el sentido. Así estará hasta el próximo canto.
Y
el significado de este interludio erótico, sin demasiada justificación
aparente, mientras abajo la muerte sigue campeando, también nos llegará por las
vías quizás más inesperadas en Ilíada, XV.
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