Ilíada XV: El designio de Zeus

Einar Goyo Ponte


Hera ha engañado a Zeus, seduciéndolo en el canto anterior, para dormirlo tras el placer del amor y darle campo libre a Poseidón de que anime y sostenga la respuesta de los aqueos. Pero cuando Zeus despierta, contempla lo que se ha hecho a sus espaldas, y sin embargo, en lugar de enojarse no más de lo que esperaríamos, tras la respuesta quejosa de su esposa, sonríe y responde que el problema es que sólo ven una porción del paisaje, no el cuadro completo, que está a su total alcance. Y de repente, el oculto designio del Padre de los dioses, del que nos anunció Homero que lo medita a partir de la segunda rapsodia, el que hace que creamos que protegerá a los troyanos en la cuarta, el que resulta ambiguo en la anticipación que Zeus le hace a Poseidón sobre el muro aqueo, en la séptima; el que parece decidido en la balanza, y que revela a Patroclo como cadáver anticipado, en la octava; el que parece claro y atroz en el avasallamiento que sufren los argivos durante la duodécima, se revela ahora nítido en este canto. Tanto que los dioses que hasta ahora lo han desobedecido o disienten de él, comprenden la coherencia y resolución del designio de Zeus. Tan absoluto que ya no se le oponen ni protestan, asintiendo todos en la sabiduría omnisciente del Padre.
En su plan, Héctor se levanta de la pedrada descomunal que Ayax le ha propinado y retorna más exterminador que antes, los aqueos volverán a verse perdidos, pues Poseidón tiene que retirarse respondiendo a la voluntad del Crónida, llegarán hasta los barcos de Aquiles, y éste, aún terco en su furia, permite, sin embargo, que Patroclo vaya al combate. Su muerte, la de su hijo Sarpedón, y el definitivo retorno del Pélida a la batalla, con el horizonte de Troya destruida, completan el panorama.
Ante la revelación sólo subsisten las pataletas de Ares y Poseidón, rápidamente controladas y minimizadas.
Apolo resucita a Héctor, y enseguida comienzan los vastos símiles del canto: el troyano vuelve a la batalla como un caballo recién bañado en la corriente cristalina de un río, sin ataduras ni frenos. Si esto no es una hermosa analogía de una resurrección, no sé cuál lo sería.
La fuga que provoca en las filas aqueas también está descrita por un poderoso símil: perros y pastores en caza, huyen al toparse con melenudo león. Esto se reitera casi treinta versos más adelante. Ahora son como vacas u ovejas aterrorizadas por dos fieras.
Junto a Héctor, Apolo, como un terrorífico enviado de Zeus, ondea la égida y siembra el desasosiego y el desorden entre los argivos, guíando además a los teucros.
La égida es una ambigua hechura épica: es algo que se agita, ondea o blande. ¿Es un arma? Los símiles e imágenes que la rodean o presentan o intentan describir nos sugieren algo como un trueno, pero debería ser metálica, pues Hefestos está implicado en su confección, además pertenece originariamente a  Zeus, a quien el dios herrero se la forjó. Muy distante del vellón de lana o de piel de carnero que parece indicar en los comandantes humanos.
Más dramáticamente drástico es lo que se nos describe de Apolo entre 362 y 67: la destrucción de las orillas del foso y del muro aqueo mismo. El símil no puede ser más elocuente: como un niño que juega en la playa y destruye ¡con los pies! los castillos de arena que había construido. La insolencia, la omnipotencia, lo ínfimo que a los ojos y poder de los olímpicos resultan los actos y obras humanas queda aquí patentemente plasmado.
El narrador y el designio de Zeus revelado al inicio del canto se conjugan en 390, casi casualmente, y por ello más maravillosamente. Descubrimos que Patroclo sigue en la tienda de Néstor, con lo cual la manera como se mide el tiempo en la Ilíada vuelve a mostrar su peculiar andadura: cuatro cantos lleva el amigo de Aquiles allí. Quizás el fragor de la batalla no le ha permitido salir con seguridad, con lo cual deberíamos suponer la lógica preocupación de Aquiles; quizás todo ha ocurrido más rápido de lo que nosotros lo hemos leído: la arremetida de Héctor, la respuesta aquea, la ayuda de Poseidón, el interludio erótico, la revelación de Zeus, la caída de Héctor, su restauración, todo ha ocurrido en una breve dimensión humana, mientras que la divina es elástica, densa. La eternidad puede caber en un pestañeo.
De hecho la “cámara” del narrador vuelve a Patroclo en el mismo lugar y acción en que lo abandonó en Ilíada,XI: ayudando a curar a Eurípilo. ¿En ese tiempo, que podría haber durado, ¿cuánto? ¿10, 15, 30 minutos?, ha pasado todo lo anterior? La acumulación de males sobrevenida a los aqueos parece contradecirlo, pues es precisamente la percepción de ella, lo que hace tomar a Patroclo la decisión que lleva este canto a su conclusión.  A la arenga soterrada de Néstor en el canto XI, se suma ahora la contemplación sangrienta, cruenta de la desgracia. Alegará ante Aquiles su vuelta al combate.
Mientras se traslada a su tienda, contempla el símil homérico: la plomada nivelando el mástil, muestra el equilibrio de fuerzas entre aqueos y troyanos.
Más de 150 versos más adelante, encontraremos una singularidad retórica que, más excepcionalmente aún, aparece por segunda vez en este canto. Es llamado por los especialistas,  apóstrofe: el primero de Ilíada, XV está en 365, y está dirigido a Apolo, precisamente en el episodio del castillo de arena. Allí puede entenderse por razones sagradas. Se está dirigiendo a un dios. El segundo es menos fácil de entender: está dirigido al pobre Melánipo, guerrero al servicio de Héctor, a quien éste acaba de llamar a la batalla, pero percibido por Antíloco, del lado aqueo, y, en un conato de Aristeia, arroja una lanza, que se clava en el pecho del joven troyano, hasta hace poco pastor de bueyes en Troya, se destacó en el palacio de Príamo, y allí era estimado como sus hijos. ¿Será este elemento afectuoso, casi familiar, el que motiva que la misma figura, utilizada para referirse al dios, y antes hacia el Rey Menelao, se use con el moribundo Melánipo, cuando su agresor viene a quitarle su armadura? ¿O acaso es por la cercanía de la muerte? ¿Es un recuerdo, un vínculo con los ausentes, los que ya habitan el Hades, lo que incita al narrador a establecer un postrero lazo con el héroe perecedero?
Enseguida asistimos al furor bélico de Héctor, quien es comparado con Ares, echando espuma por la boca y los ojos centellantes. Por un momento, parece que el deseo de Zeus va a cumplirse. Ya ha sido suficientemente escalofriante leer que Zeus está casi impaciente por ver arder aunque sea una sola de las naves aqueas, pues esa sería la señal del momento en que la suerte se torcería.
Igualmente escalofriante es la ambigüedad que comporta la protección de Héctor, para que nada impida su obra destructora. Son sus últimos minutos de gloria. El es uno de los corderos ya destinados para la hecatombe que decidirá la guerra. Como en una ventana del tiempo, Zeus contempla lo que vendrá a manos del héroe troyano, y Palas Atenea “apresura la llegada del día fatal.”
Mientras tanto su Aristeia llega al climax: es resplandeciente como el fuego, impetuoso como una ola en mitad de un huracán, acomete como un dañoso león.  Viene con la intención de prender candela a las naves, o sea a cumplir el designio de Zeus, pero Ayante, en una nueva pugna de la pelea inacabable entre éste y el Priámida, lo impide, llevándose, con la pica de su lanza, la vida de doce teucros enviados por Héctor.
Ya podemos responder lo que preguntábamos hace tres comentarios: ¿Alea jacta est? Sí, pero no exactamente de la manera que esperábamos.
Es arduo para los mortales comprender la sabiduría de Zeus.   

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