Ilíada IV: Cuatro cuartos de guerra
Einar Goyo Ponte
II.
El pacto violado: La intervención de
Atenea define la parte más resaltante de
la narración del segmento. Homero va de un foco al otro con prodigiosa
destreza (de nuevo más electrizante mientras más pensamos en el carácter
fundacional del texto): del arco de Pándaro, el heridor de Menelao, a la
historia del arma, de allí al ferviente ruego a Apolo, de éste al disparo, su
velocidad, su trayectoria, su limpieza… y, enseguida, nos narra cómo la misma Atenea
desvía la flecha de Pándaro, con un símil que evoca lo maternal. Por último, se
centra en la herida del Rey espartano, la penetración de la flecha y la sangre
derramándose sobre un nuevo símil que mezcla lo femenino y lo hípico. (¿Atenea,
madre y Menelao, corcel?)
III.
Revista de Agamenón:
No
es para nada original la afirmación hecha en la lectura colectiva #Homero2019
de que se perciben cuatro grandes segmentos en Ilíada,IV: ya Alfonso Reyes (FCE, 1968) en su hermosa traducción y
trabajo sobre el poema homérico lo destacaba en el pórtico de su versión de
esta cuarta rapsodia. En su honor utilizaremos los subtítulos que el humanista
mexicano diese a cada uno en ese momento.
I.
Entre los dioses: Es muy breve, pero tremendamente crucial, como siempre en
Homero, cada vez que debe narrar la intervención de los dioses. Esta tiene unas
características trascendentales, pero ásperas para cualquier narrador, más aún
para uno (si es que admitimos la especie de que Homero es un ente singular,
pero incluso desde la concepción plural, es válida pues en el período de tiempo
en el que se inscribe la creación y fijación de los poemas homéricos, no hay
radicales cambios en la concepción de lo religioso en el mundo griego) que
estaba inmerso en una cultura que entendía la omnipresencia de los inmortales
entreverada al quehacer humano y al pulso cotidiano. La injerencia de los
dioses tiene rasgos de fantasmalidad, Homero necesita convencernos de que
ocurre en otro plano (lejano o inmediato a lo terreno y humano, no importa),
uno invisible, imperceptible, aunque la inteligencia o la intuición del hombre
le permitan a posteriori inferir lo qué verdaderamente ha ocurrido, y más dramáticamente
invisibles son los cambios que las decisiones olímpicas provocan en las vidas
de los mortales. De esa invisibilidad y dificultad de que nuestro pensar y
sentir humano comprendan sus inclinaciones, por más humanas, caprichosas,
volubles, explosivas y hasta pérfidas que nos parezcan -en eso radica el valor de la extraordinaria
persecución de la objetividad narrativa por parte del poeta-, trata la primera
parte de este canto.
Gracias a la sustracción de Paris
del campo de batalla por parte de Afrodita, obligada a cumplir la promesa hecha
a raíz del anterior juicio del troyano sobre las tres diosas afectadas por la
manzana de Erin o Éride, los dioses se ven frente a la posibilidad de que la
guerra concluya inmediatamente.
Declarando a Menelao vencedor del reto personal, Helena debería volver con él y
los troyanos, mediante el pago de una suerte de indemnización a los aqueos,
conservarían su ciudad casi intacta. Parece un trato ganador-ganador, pero
tiene dos grandes obstáculos, divinos los dos: el más visible es la negativa de
Hera a ceder todo lo que ha invertido en la destrucción de Troya sin ver caer
ni una piedra de sus muros; el otro, menos evidente y comprensible es el plan
secreto de Zeus, fraguado para satisfacer a Tetis y a Aquiles. Zeus en realidad
no quiere que la guerra termine en este momento, pues ello impediría la
venganza del semidios, pero no puede manifestarlo abiertamente, por eso finge
acceder a la ira de su esposa y dejar correr el oculto plan, claramente funesto
para los aqueos y ya iniciado con la infusión del sueño vano a Agamenón. Estos
deben verse en peligro, acorralados, para que comprendan la magnitud del error
del Atrida y apoyen a Aquiles en su ensalzamiento y recompensa. Todo pareciera
reducirse a un Aquiles tiene razón/Agamenón no.
De esta oscura urdimbre se hace hilo
involuntario(?) la diosa Atenea, quien nos muestra, en este canto, su rostro
más feroz. Alienta y casi tira del arco de Pándaro para herir a Menelao, y con
ello romper los pactos. Con esto comienza el segundo segmento.
Lo que sigue nos muestra, desde la
herida del esposo de Helena, la humanidad de ambos hermanos: él, herido, y sin
embargo, estoico, preocupado de no hacer cundir el pánico ni minar la moral de
sus tropas, y Agamenón, quien nos muestra un rostro bien distinto de la
rapsodia de la cólera. Llora por su hermano, jura venganza, siente despecho por
las hazañas no logradas, por la deshonra familiar que representaría no rescatar
a Helena y lavar la ofensa de Paris, y que todo el poder que ostenta no sirva
para horadar ni una de las murallas de Ilión. En los poemas homéricos no
alienta el terco maniqueísmo que se enseñorea de la mayoría de la literatura
moderna. Los héroes no son de una pieza, ni están hechos todos de la misma
pasta. No se dividen en buenos y malos. En tanto humanos son múltiples y
variados, y están sujetos a mareas cambiantes de intensidad, moral, ética,
nervios y sentimientos, con sus respuestas humanas e impredecibles a sus
igualmente diferentes vicisitudes. En el clímax del nervio real de Agamenón,
comienza el tercer segmento.
A pie, seguido por su auriga y sus
caballos, el Atrida mayor va, en un alarde de liderazgo y de necesidad de
reforzarlo, a recorrer el campo griego, a arengar personalmente a sus hombres.
En inteligente equilibrio entre el reproche y el estímulo va hablando con los
diligentes y los remisos: alaba el gusto por el vino de Idomeneo, la destreza
con las lanzas de los Ayantes y crítica el temblor de Diomedes Tidida, pero hay
dos episodios que transforman este segundo, y acaso más cercano, recuento de
los guerreros griegos, en un momento especial: ambos vienen en forma
dialéctica. En el primero, se propone una dualidad entre Agamenón y
Néstor. Ya lo conocemos, por su
intervención conciliadora en Ilíada, I:
es un anciano, sabio, ideal por su experiencia para dar consejo a los jóvenes
guerreros. En este canto lo vemos ordenando
sus guerreros, los pilios, haciendo con ellos las escuadras militares y
explicando las estrategias de combate. Cuando Agamenón lo encuentra, revela el,
a partir de este momento histórico en la literatura, recurrente tópico de la Sapientia et Fortitudo: la fuerza de los
jóvenes, su vigor opuesto y complementado por la sabiduría madura de la experiencia.
De hecho, así lo expresa Agamenón: “Ojalá otro cargase con tu vejez y tú fueras
contado en el número de los jóvenes.”
En el segundo episodio, también
dialéctico, vuelve a aparecer la sinuosa figura de Odiseo. En el Canto I, lo
vemos como mensajero y emisario del Rey, devolviendo a Criseida; en el II es la
pieza que genera el descontento deseado por Zeus y Agamenón que impida la
partida de los aqueos, su verbo, su instinto político, de persuasión sobre los
hombres. No destaca aún por sus hazañas físicas sino por su sagacidad e
ingenio. En el III la voz de Antenor lo fija en un contraste contra el formidable
Menelao, primero oscuro, cabizbajo, inerme; luego, tomando la palabra y
creciendo, brillando, opacando al Rey espartano.
Aquí,
ahora, Agamenón lo reta, acusándolo de esconderse y aguardar la vanguardia de
otros guerreros. Odiseo defiende su valor, y, sorpresa, concilia con el héroe
itacense, en un giro definitivo. No hay ira, no hay Até, no hay soberbia, sino
empatía: “tu modo de pensar coincide con el mío.” Y uno no puede dejar de
pensar en que difícilmente haya dos caracteres y personajes tan distintos y con
destinos tan diversos como Odiseo y Agamenón, pero aquí, Homero, los emparenta,
abreviando sus diferencias. La circunstancia
tremenda de la guerra encrespándose a su alrededor propicia esa momentánea
simpatía. De esa circunstancia surge la cuarta y última parte.
IV. Inicio de la batalla (o
como la llama Reyes: El primer choque):
Es
mucho más que eso. Es la deslumbrante e impactante inauguración del poema épico
propiamente dicho. Hasta el momento sólo habíamos contemplado prolegómenos,
preludios. A partir del verso 422 comienzan los fuegos bélicos, el estruendo
del choque, el caos oscuro de la muerte y la suerte jugándose cuerpo a cuerpo
en el campo de batalla. Con descripciones llenas de sombrías y magníficas
imágenes desfilan Ares, Atenea, Déimo, Fobo, Éride sembrando el furor guerrero
por el campo. Es el choque de las armas, los escudos y las corazas, los
lamentos de los moribundos, los gritos de los victimarios, el correr de la
sangre; la narración rigurosamente detallada de las heridas: la de la frente
que mata, atravesándolo a Equépolo Talisfada; la de Agenor, que quiere rescatarlo;
la de Simoisio, por la lanza de Ayante Telamonio que le atraviesa el cuerpo; la
de Leuco, por Antifo, en deseo de vengar a Agenor, en la ingle; la de
Democoonte, bastardo de Príamo, por Odiseo mismo, cruzándole de sien a sien.
En
su fantasmagoría narrativa, Homero nos muestra la Ménis de Apolo y de Atenea, y
al primero lo vemos empujando a los teucros al combate, alentando a Héctor,
mientras, en respuesta, la diosa recorre, alada el campo aqueo, y los
anima. Mueren, de una pedrada y un lanzazo Diores Amarincida,
por Piroo, y este por Toante que lo alancea.
A
todos, Homero les depara la oscuridad que les cubre los ojos o les echa los
lazos de la muerte. Elegantes formas retóricas de la belleza atroz de la guerra
y de la Ilíada.
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Alfonso
Reyes: Obras completas de Alfonso Reyes,
Tomo XIX: Los poemas homéricos. La Ilíada. La afición de Grecia. México,
FCE, 1968.
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