Ilíada III: El grito y la niebla
Einar Goyo Ponte
Los
gritos y la niebla son el núcleo de las potentes imágenes con las cuales Homero
construye los dos símiles con los que arranca la tercera rapsodia de la Ilíada. Y extrañamente, a medida que
vamos avanzando en ella, las dos imágenes, lejos de difuminarse, en la lejanía
de las acciones de este breve canto, van persistiendo como si fuesen un
proteico leitmotiv que sostiene todo el episodio, por lo demás múltiple, pues
cambia velozmente de espacio y de punto de vista narrativo.
El
grito de las grullas identifica el ruido del ejército troyano, amenazante
contra el aqueo. La niebla, densa, oscura, procelosa, es la imagen que indicará
el avance griego.
El
grito: Paris Alejandro, con piel de leopardo, en primera fila troyana desafía a
los argivos.
La
niebla: Menelao, esposo ofendido, como “león hambriento” ve la oportunidad de
vengar la oprobiosa afrenta y salta, armado, de su carro de guerra a aceptar el
reto del bello troyano.
El
grito: Paris al verlo, cambia de ánimo y retrocede, temblando y palideciendo.
Tal vergüenza hace que su hermano Héctor lo increpe e insulte por su cobardía.
Y al reproche, Alejandro responde con el reto de hacer que en un combate
individual, Menelao y él, diriman la guerra, y ganen definitivamente a la hermosísima
y semidivina Helena. Héctor se complace y lleva el mensaje a las tropas aqueas.
Menelao y Agamenón aceptan y preparan la hecatombe.
Y
en el primero de los prodigiosos cambios de atalayas de la narración, Homero
nos traslada sin mayor transición hasta el interior de las murallas de Troya,
por primera vez traspasadas en todo el poema, y llegamos al palacio del Rey
Príamo, para encontrarnos con la causa femenina de la guerra: Helena, la
raptada por Paris; Helena, la semidiosa, hija de Zeus y Leda; Helena, tan
hermosa que hace imposible que sus huéspedes, que quizás deberían adversarla
por ser la causante indirecta de tantas muertes en nueve años de guerra, la
odien, y por el contrario la admiren. Helena, enigmática, quien ha consentido,
por amor (infundido o no por Afrodita) al rapto de su amante, pero a quien
veremos añorando a su esposo Menelao, a su casa y a su familia, en este
episodio.
La
niebla: uno de los aspectos más notables de este Tercer Canto es el silencio de
los dioses. Sólo vemos el accionar de dos inmortales en todo él: Iris y
Afrodita. Sus intervenciones no son originalmente en relación a la guerra,
aunque en el corto plazo tendrá cruda incidencia. El ritmo dialéctico del Canto
se expande hasta esa dimensión. Ares, silente, invisible, inmutable, como Zeus
en su clamorosa mudez y ausencia forman parte de esa niebla agorera con la que
abre el canto. Desde lo femenino, Iris y Afrodita pulsarán a su voluntad el
corazón de Helena, quien llorará al recordar a Menelao, temerá por Paris, y en
su duplicidad, lo reñirá para terminar acogiéndolo en su lecho, cuando Afrodita
decida la batalla entre los rivales que se la disputan. Todo cercano al grito.
Helena,
la semidiosa tiene una vista prodigiosa que le permite divisar con lujo de
detalles a los guerreros y héroes aqueos y describírselos a Príamo. En el canto
anterior atravesamos la revista de las naves y los nombres de sus comandantes,
así como los del lado troyano. Ahora en la teichokospia
de Helena los vemos un poco más incisivamente (¿es la mirada femenina?):
Agamenón es un esforzado combatiente, hermoso y venerable, gallardo y alto de
cuerpo; Ulises es espacioso de espaldas y pecho, raudo como un velloso carnero;
capaz de urdir engaños de toda especie como de dar prudentes consejos; Ayax
descuella entre los argivos por su cabeza y anchas espaldas; Idomeneo es como
un dios. En medio de la teichoskopia,
sucede otro cambio de lente: del interior del campo hemos subido a los ojos
femeninos de Helena compartidos con la curiosidad del Príamo anciano y prudente
y ahora ingresan los de Antenor, quien recuerda cuando Menelao y Odiseo
vinieron a negociar por ella, y nos pasa la importante estampa que distingue el
tamaño y la fuerza palpable y visible de la secreta y paciente del ingenioso, dueño
de las palabras. ¿Otra forma del grito y la niebla?
También
podría serlo el episodio de las ofrendas a los dioses, donde aqueos y troyanos
se encuentran con las armas depuestas, acordando los términos del combate entre
Menelao y Paris. El grito: la algarabía, la ceremonia de la hecatombe, las
plegarias. La niebla: la retirada de Príamo, quien se niega a ver morir a su
hijo y vuelve a Troya, y de nuevo, el silencio, la indiferencia de los dioses a
la sangre animal derramada.
Una
dialéctica más oscura rodea las descripciones del narrador sobre la figura de
Paris. Después de la ambigua presentación en los versos iniciales,
contradictoria con la temblorosa huida posterior, volvemos a verlo magnífico,
en una enjundiosa descripción de su armadura, escudo, grebas, espada, casco y
lanza… sólo para verlo ser arrastrado por Menelao, en virtual derrota justo
antes de que Afrodita lo extrajese de la batalla y lo depositase en la alcoba
de Helena, envolviéndolo en una densa niebla. Los gritos en el campo de batalla
arengando a los guerreros y la niebla de la diosa del amor que interfiere en la
guerra para interrumpir el combate.
Frente
al lecho vuelven a enfrentarse el grito de Helena que se atreve a discutir con
Afrodita, hasta que la niebla que cubre su verdadera presencia se disipa en el
grito que convence a la espartana de que se enfrenta a la diosa, y luego es Helena
quien grita a Paris, reprochándole su cobardía y lamentando que no haya muerto
en lugar de Menelao, contra la niebla de la pasión que se apodera de Paris como
nunca -ni cuando la raptó-, como ahora, tras escapar de las manos del Atrida de
Esparta. El grito de la guerra sucumbe a la niebla del amor. Ares dormido,
vencido por el vaho cálido de Eros.
Quizás
por ello no interviene en este canto ninguna otra divinidad.
Pero abajo, frente a las murallas, en los ánimos ardidos del combate trunco, Agamenón proclama el triunfo de Menelao y en las huestes triunfa el grito.
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