Ilíada I: Más (que) de una rabieta


Einar Goyo Ponte

Al parecer hemos leído un poco erróneamente la rapsodia que inaugura, no sólo el primer poema homérico, sino a la literatura entera de Occidente. En la escuela nos enseñan que la Ilíada comienza con la cólera de Aquiles, pero mientras leemos con mediana atención este canto auroral de la épica griega vamos percibiendo dos cosas: la primera es que la del hijo de Tetis y Peleo no es la única cólera del episodio, y la segunda, no menos importante, es que la “cólera” no es tal, sino que tiene otros nombres y formas.
Mênis” es el término griego escrito por Homero, de él nos dice Pietro Citati en su Ulises y la Odisea, el pensamiento iridiscente (2008), que es “la primera palabra de la Ilíada y de la literatura occidental”: es una palabra tabú, sigue Citati, pues ni humanos ni inmortales pueden hablar de ella, aun cuando le sea propia. “Esta cólera (sic) no tiene nada en común con la rabia, los rencores y las furias que distinguen a los seres humanos; es una pasión divina, y Aquiles la comparte sólo con los dioses, quienes vuelcan su cólera sobre los campos de Troya.” (Pag. 80)
Mênis, sin embargo, es traducida por cólera, en la mayoría de las versiones (al menos en castellano). Y en las mismas, encontramos que se traspola posteriormente por “ira” o “furia”, aunque en el original homérico permanezcan diferenciadas, a lo largo del texto.
Ello nos conduce al segundo problema: el de las formas y los recipendiarios, provocadores y propiciadores de esa cólera. Sigamos a Homero.
La de Aquiles, es funesta (así lo traducen Segalá y Estalella, Mestre y Alfonso Reyes, entre otros ilustres), pues causó infinitos males a los aqueos (aunque aún no nos han explicado por qué, y no lo harán hasta dentro de varios cantos).
26 versos más adelante veremos a un Agamenón irritado desencadenando toda la peripecia, cuando despide a Crises, negándole la devolución de su hija y amenazándole de muerte.
En 43 nos topamos con una nueva Mênis, la de Apolo, quien, oyendo a su sacerdote, castiga a los aqueos con sus flechas. El adjetivo “funesta” comienza a dimensionarse. Pero más interesante aún es que la de Aquiles es de la misma naturaleza que esta cólera de Apolo: divina. No sólo porque tenga repercusiones que desborden lo humano: los guerreros pueden (y lo harán más adelante) igualarlos y hasta aventajarlos en eso, sino porque sus dimensiones y motivaciones comportan ámbitos, atribuciones y prerrogativas inherentes a los dioses, por lo tanto sagradas e inviolables por los humanos.
Agamenón, en ira o irritación, ha ofendido a un sacerdote de Apolo, por ende ha desdeñado al dios, y en evidente (y primera) hybris, se ha creído superior a los olímpicos. Dobbs, Jaeger y Detienne tienen un nombre para esto que Agamenón perpetra: Ate, que no es precisamente una furia, ni una ira, pero se emparenta con el furor; es decir, con una locura -ese componente irracional que tan diáfanamente desarrolla E. R. Dobbs-, temporal, momentánea pero de consecuencias definitivas.
Es imprescindible anotar aquí que nueve días y más de 30 hexámetros después, Aquiles convoca en ánimo de solución, preocupado por la guerra y sus compañeros de armas, un consejo para solicitar al rey la conciliación con el dios, pero Calcante, mediocre adivino, incapaz de vislumbrar lo que vendrá de inmediato (o al menos de actuar en consecuencia), complica al héroe en su historial de disgustos contra Agamenón, y así tras proferir sus, quizás deliberadas imprudencias, el Rey -en la traducción de Segalá-, “afligido, con las negras entrañas llenas de cólera”, con esa imagen tan física, declara la verdadera cólera (cholé), que según el profesor Juan Horacio De Freitas (@deFreitasJH en Twitter) es una, desmedida, injusta y soberbia, apartada de la virtud y propia de un individuo incapaz de gobernarse a sí mismo. Quizás de allí su carácter visceral, bilioso, amargo y negro (traducción Reyes). Quienes leemos, sin acudir, por comodidad, imposibilidad, desconocimiento o desconexión con la lengua griega, nuestras traducciones romances o modernas perdemos esos matices originales. Y leemos cólera siempre, cuando lo que ocurre en el interior de estos personajes, y en la atmósfera anímica y hasta ética que los rodea es mucho más vario y rico. Esa cólera gobierna las respuestas ciertamente insolentes del monarca al Pelida, quien hasta donde puede intenta mantener la ecuanimidad.
También lo físico marca la conversión de Aquiles: la torva faz con la cual mira a Agamenón y en la cual va revelando el fondo esencial de su figura que, diríamos, va virando de lo heroico -aún no manifestado en el poema-, a lo trágico.
La Mênis, esa “pasión divina”, según Citati, despunta en Aquiles y en sus dolidos argumentos, que refieren a su incorporación a la guerra de Troya, lo cual va estrechamente a su origen y a su anunciado destino.
Aquiles es el problemático fruto del amor de la diosa Tetis y el humano Peleo. Ella indómita, nunca se resignó a la humanidad mortal de su hijo. El padre, ha tenido que subyugar a la divinidad, y ello ha hecho prevalecer lo humano en la prole. Y es que Aquiles pudo ser el hijo de Zeus, quien enamorado de Tetis, hubo de renunciar a ella, pues se le profetizó que su descendiente con ella, lo derrocaría y reinaría en su lugar en el Olimpo. De alguna manera la mortalidad de Aquiles es su castigo inocente por no cumplir esa premonición.
Tetis, luego de quemar  a su hijo noche tras noche, en porfiado furor para borrar la naturaleza/herencia de su padre Peleo, hasta que éste la detiene (en una de las versiones del mito del nacimiento del Pelida, referido por Citati (Ibid.) logra que Aquiles tenga, no obstante, la posibilidad de elegir la vida que desee: la de inmortal o la de héroe. Al contrario de lo que Tetis desea y espera, la idea de la fama y la de areté, la pasión por la excelencia (la trabajaremos en los próximos cantos) hacen que Aquiles escoja el destino humano. Peor aún: sabe que en esa guerra en la que se encuentra atascado en este momento, es donde su vida concluirá, por ello cuando habla de las recompensas mezquinas que se le ceden, en comparación a las de Agamenón, está vislumbrando su sentir agónico: en su corazón él tiene más que perder en esa guerra, y sin motivo ni beneficio personal alguno, más allá de la fama y la gloria, la memoria de los hombres venideros. Encima de ello soportar la humillación de un codicioso, olvidado de su majestad y de su ética de rey, le resulta intolerable, por ello asciende a la Mênis, ira divina, resabio de su madre, plenamente justificada. Citati ribetea magníficamente esta imagen trágica de Aquiles: “es un dios fallido, reducido a su condición terrestre y encerrado en ella; y ese doble fracaso (la imposibilidad de conseguir la inmortalidad ni por el fuego ni por el agua de la Estigia) proyecta sobre la figura del héroe una grandiosa sombra de melancolía adorada por todos los románticos.” (Pag. 80)
“Domínate y obedécenos”, le dice una Atenea de ojos de brillo terrible, acaso en otra Mênis, mientras hala de los cabellos al héroe y detiene lo que la ira divina hubiera hecho con celeridad e impredecibles consecuencias.  La intervención de la diosa provoca algo que hasta el momento no habíamos presenciado en el poema: la contención y represión de la ira.  Ello motiva que Aquiles proceda a canalizar la suya hacia el desquite. El influjo de Atenea enciende el viejo (antiguo deberíamos decir) adagio mediterráneo: la venganza es un plato que se come frío. Toda una perspectiva de futuro en la cual Aquiles percibe que recibirá el reconocimiento ético que añora y la humillación de quien hoy lo humilla.
Pero fuera del recinto, al volver a su tienda, la Mênis hace llorar al héroe, y reconectarlo con su madre, la diosa: la ira divina conecta a Aquiles con su origen olímpico, mientras la parte humana, la de la cólera biliosa lo desespera y lo hace sollozar de impotencia. En el camino ha pronunciado el solemne juramento, gran momento homérico, en el que declara su retiro de la guerra, empuñando el cetro sagrado de los aqueos, ese cetro que representa lo que ya no puede cambiar pues el bronce ha detenido su temporalidad: no es lo infértil lo que da poder al báculo, es el bronce, que lo hace reconocible y venerado por los griegos.
Tetis asciende desde el fondo del mar, desde lo profundo en apariencia etérea -niebla o bruma-. No aparece la madre de Aquiles en forma luminosa sino oscura, opaca, no nítida, como el avatar que ha ocasionado su presencia, la invocación de su hijo. Acaso en esto se asemejan las cóleras, iras o rabias que han dominado la rapsodia hasta ahora: su oscuridad, su surgimiento desde lo profundo, lo oscuro, lo irracional, lo misterioso, lo inhumano, lo terriblemente divino.
En la queja de Aquiles frente a su madre hay un paralelismo inquietante, por decir lo menos, con lo que le ocurre: el héroe recuerda cuando ella se irguió como el consuelo y aliada de Zeus cuando los olímpicos se rebelaron y lo ataron. Ella lo liberó y condujo al gigante Briareo hasta su lado para reprimir la revuelta. Es fácil pensar en la Mênis de Zeus, viéndose vilipendiado por sus iguales. Tetis es la única que se pone de su lado y en el gigante le devuelve la fuerza. Aquiles, que sabe que Zeus estuvo cerca de ser su padre, lo convierte en la referencia para su madre. Sólo Tetis puede ahora volver a solucionarlo. El carácter mortal, perecedero, de “corta vida” de Aquiles retorna regularmente como leit motiv, como signo de la fatalidad,  y enmarcando la venidera tragedia. Pero cuando la madre se va, el vacío de esa figura femenina se sustituye por el de otra mujer ausente: Briseida y con ello vuelve su “corazón irritado”.
Entrelazado a estos mismos versos se encuentra la primera y peculiar intervención de Odiseo en la Ilíada. El héroe del próximo poema homérico funge aquí de mensajero y emisario de los aqueos: viaja en el barco a devolver a Criseida a su padre, y retorna a Troya con la noticia de que Apolo ha sido aplacado en su ira.
Los olímpicos, que se hallaban ausentes mientras todo esto ocurría en Ilión, regresan, doce días después. Tetis asiste puntual a cumplir la promesa a su hijo. Abrazada a las rodillas del Crónida Zeus, le pide vengue a su hijo ultrajado. Zeus guarda silencio, uno casi impenetrable. Tetis, no obstante, insiste. La respuesta del dios es sorprendente: Tetis hará que se malquiste con Hera.

Llega la nueva y última ira del canto: la de Hera con Zeus y la aparentemente desproporcionada reacción del padre de los dioses, cuando aquella lo confronta. Hay incluso una amenaza de violencia física. ¿También esto es Mênis?
¿Y lo de Hera, cómo se explica? No se da por entendida de que haya sido Tetis quien solicitara el auxilio de su marido, pero parece claro que lo sabe, así como sabe de sobra el desafuero amatorio del Crónida, y por supuesto, de su historia con la madre de Aquiles. ¿Son celos? El destino de Hércules, tan similar al de Aquiles e igualmente ligado a los designios enconados de Hera nos viene inevitablemente a la mente.
La intervención del hijo deforme de ambos mantiene la inquietud y revela parte de lo que vendrá: “Funesto e insoportable será lo que ocurra si vosotros disputáis así por los mortales.” (En la traducción de Segalá y Estalella). Mientras los dioses se indignan, según este, y sólo tiemblan, según Reyes. A nosotros se nos eriza la piel pues sabemos lo que ocurrirá, no sólo en la Ilíada, sino en otras historias venideras que intercalan héroes, riñas de parejas de dioses, valquirias y espadas mágicas.  Es realmente funesto lo que ocurre: los humanos hemos sido las indefectibles víctimas de las disputas de los inmortales.  Por Mênis, rabia, ira o cólera.
Porque, al final, los dioses duermen, olvidados de sus marionetas o juguetes, y Homero revela que Hera descansa al lado de Zeus, en su mismo lecho.
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Pietro Citati (2008) Ulises y la Odisea, el pensamiento iridiscente. Círculo de Lectores, Barcelona.
E. R. Dobbs (1980) Los griegos y lo irracional. Alianza Editorial, Madrid.

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