Ilíada XXI: Los ríos desbordados

Einar Goyo Ponte


¿Te impacientaste leyendo la Ilíada porque el héroe de la misma no interviene en el poema sino veinte cantos después de iniciado el mismo? ¿Sentiste que las sucesivas aristeías de Diomedes, Agamenón, Menelao, Ajax, Héctor y Patroclo no eran sino atractivas prórrogas de aquello que prometía el Canto donde Aquiles se contiene de atravesarle el pecho a Agamenón y se retira del combate, hasta que su cólera se viese colmada? El Canto XXI colma esas expectativa y ansiedad con creces.
El tercer capítulo de la justamente célebre Paideia de Werner Jaeger (1) se llama “Homero el educador”, y en él, su autor sintetiza, de manera genial, en un párrafo, la trama del poema. Y en el siguiente nos hace esta revelación:

La terrible cólera de Aquiles, que constituye el motivo de la acción           entera, aparece con el mismo resplandor creciente que rodea a la figura del héroe. Es la heroicidad sobrehumana de un joven magnífico que prefiere, con plena conciencia, la ruda y breve ascensión de una vida heroica a una vida larga y sin honor, rodeada de goce y de paz, el verdadero megalopsychos, sin indulgencia ante su adversario de igual rango, que atenta al único fruto de su lucha: la gloria del héroe.  (Pag. 58)

¿Megalopsychos? Este es el núcleo del párrafo y el concepto que explica lo que representa el Pelida en el diagrama íntegro de la Ilíada. Alude al hombre magnánimo de la Ética de Aristóteles, que se origina precisamente en esta visión homérica del héroe. En ella la soberbia y la magnanimidad son entendidas indistintamente como virtudes éticas. Aristóteles la concibe como la virtud que las “presupone a todas”. Es la expresión de la famosa areté de los griegos, de la cual el filósofo afirma que Aquiles y Ayax son “el modelo de esa cualidad.” Sin ella, la soberbia sería ridícula, pero enmarcada en ese ideal redunda en una dignidad. “El honor es el premio de la areté”, por lo cual la soberbia es la sublimación de esta. Pero si la areté es la meta, la disciplina de la excelencia y la destreza, la realización de la virtud, la soberbia y la magnanimidad no son una condición implícita y espontánea en el hombre, sino dos de las cualidades más difíciles de alcanzar para los mortales. Dicho en román palatino: no es soberbio quien quiera sino quien puede.
La calidad del heroísmo de Aquiles es tal que rebasa nuestra comprensión, y la estatura de su areté alcanza una dimensión casi sobrehumana. El Pelida sabe que ha ido a Troya para morir, y que cada guerrero vencido por él es, a la vez, un grano más de su gloria imperecedera, y un paso más hacia su finitud. Como no concibe ni por un momento retornar a su casa ni abandonar el combate, seguir siendo héroe lo conduce inexorablemente a su muerte, sin un ápice de temor ni de menoscabo en su entereza. Es la proeza suprema y el sacrificio supremo. Agamenón, Ayax, Odiseo, Diomedes corren un riesgo cada vez que empuñan un arma, pero desconocer su destino, les da un espacio de esperanza y seguridad en la incertidumbre. Aquiles va directo a su conclusión. Por ello está revestido de una excelencia superior, la que le otorga pertenecer al futuro, a la memoria de los hombres. Va más rápido, más lejos que los demás. Esa leve distancia lo eleva por encima de los demás, y es por eso que espera de ellos, al menos el reconocimiento de la misma. Al superar ese temor a la muerte por sincronizarlo con su destino y abrazarlo, ha alcanzado esa magnanimidad y soberbia, la hybris que lo consagra como héroe.
Sin embargo, Aquiles porta consigo en encendida flama, la soberbia. Es ello lo que se desbordará en este canto. Aquiles, implacable, indetenible va arrojando guerreros en fuga al río Janto. Unos intentan esconderse en él, a otros los va aniquilando y tiñendo sus aguas de sangre. Licaón, Asteropeo, Tersíloco, Midón, Astípilo, Mneso, Trasio, Onio y Ofelestes, todos acrecientan el caudal del río con su sangre. Y el río, fuerza de naturaleza, se percibe desafiado por una inusitada, indebida fuerza mayor. La hybris heroica de Aquiles, su furia incontenible encuentra entonces un formidable adversario. Lo que no pueden los troyanos en desbandada, lo que evidentemente no pueden ni los débiles a su merced, suplicando piedad, lo ensaya furibundo el río Escamandro.
Y entonces asistimos al combate más extraordinario e irrepetible de toda la Ilíada y la poesía épica helena. Aquiles contra el río. Un río que se enerva como el héroe y que despliega todo su poder telúrico contra Aquiles. Y es que la furia del Pelida está a punto de trabar la corriente fluvial por la acumulación de cadáveres. Su respuesta es prácticamente ecológica. Una de esas respuestas naturales a nuestras consetudinarias hybris contaminantes y transgresoras de los ciclos biológicos. Pero al mismo tiempo es la respuesta inaudita a la ya inaudita, inalcanzable, incomparable aristeía de Aquiles, madre de todas las aristeias.
Si nos quedaba por entender algo de la hybris, la hybris grandiosa, fatal, la que transforma a un simple mortal en héroe, esta es la rapsodia que disuelve todas las dudas. Sólo se es héroe, en la estatura hiperhumana de Aquiles, mediante ya no la excelencia de la areté, sino del desbordamiento de la medida mortal. Un héroe es aquel capaz de revolver al universo mismo si la proeza se lo demanda. La hybris de Aquiles proviene de la pasión. La pasión de su cólera, la pasión de sus afectos, la pasión por su propia areté individual, la pasión indiferente de la consumación de su destino, la pasión de su venganza. A ella sólo puede encontrarle parangón o equivalencia, el desbordamiento de la naturaleza que siente correr por su espinazo el peligro de verse arrasada por la potencia heroica.
El río hincha sus aguas, revuelve la corriente, expulsa los cadáveres sembrados por Aquiles a la orilla, muge como un toro, protege a los vivos y con olas revueltas rodea al héroe y lo derriba, intentando ahogarlo. Aquiles emerge del río y sale a la llanura, y el río se desborda persiguiéndolo con olas altísimas y le impide el escape.
Otra cosa parece ocurrir en el poema, en estos últimos cantos y es la cualidad particular de la presencia de los dioses. Será cada vez más cercana a lo invisible, a esa sustancia de casualidad, de fantasma azaroso que tiene la virtud de desviar el curso de las cosas o de hacer giros inesperados. Pero, quizás es esta la última vez que serán invocados y responderán objetiva e inmediatamente.
En su invocación hay una verdad casi lacerante: prorrogarse a sí mismo en el combate por la ya casi absurda cólera, asumir su destino de héroe mortal, perder a su amigo Patroclo, para terminar muerto no por ningún guerrero, sino por un caudal de agua furiosa y ofendida…
Atenea y Poseidón lo rescatan, le aconsejan persistir, mientras se encargan de reclamar ante los olímpicos la contención de la fuerza de la naturaleza. Pero no les da tiempo. El río airado prosigue su saña, y se alía con el Simois. Es entonces cuando interviene Hera, ordenando a Hefaistos proteger a Aquiles.
Y lo inusitado, lo olímpico, lo sobrehumano, lo divino acontece enseguida. Un incendio de fuego vulcánico se enciende en la llanura: los cadáveres de Aquiles se calcinan, pero también los olmos, sauces, tamariscos, el loto, el junco arden con tal violencia que el agua del Escamandro empieza a quemarse también. No leímos mal. No. El agua que suele extinguir la voracidad del fuego, ahora se inflama como si fuese combustible y se consume. La hybris ha puesto a los elementos del revés. El río renuncia, como Aquiles hace dos cantos, a su cólera y se retira de la guerra. Las cosas vuelven, por los momentos, a su cauce.
Lo demás es muy normal: los dioses combaten entre ellos. Atenea versus Ares, Poseidón versus Apolo (en el recuerdo de la estafa de Laomedonte, que el dios arquero parece olvidar ignominiosamente), Hera contra Artemisa y Leto contra Hermes.
En un último signo de cotidiana mortalidad. Apolo engaña a Aquiles, en la forma de Agenor, y lo desvía de los muros de la ciudad sitiada.
Nada amaina, sin embargo, la furia heroica del Pelida. Su cumbre llegará a pesar de Apolo en el próximo canto.  

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