Ilíada XVIII-XIX: Aquiles y la luz
Einar Goyo Ponte
Lo
personal alcanza cima en el Canto XVIII de la Ilíada. Antes de que Antíloco llegue con la mala noticia, ya
Aquiles lo presiente. En el plan, el juego de sustitución, ya era tiempo
suficiente para que Patroclo regresase. Además los resultados no son los
esperados. Los aqueos siguen retrocediendo.
Homero
gusta de los extremos, y Aquiles es un carácter pleno de ellos: de la cólera
terrible que lo hizo apartarse de la guerra, de su inflexible genio ofendido,
pasamos ahora a la negra nube de pesar, a la ceniza que él mismo arroja sobre
su cabeza y rostro, al arrastrarse por el piso y arrancarse los cabellos, al
horrendo gemido. Parece exagerado,
mujeril, violento, pero así es Aquiles. Lo que tiene no puede contenerse: ni la
furia ni el dolor, sólo los dioses pueden asirlo y retardarlo. Y es que Homero
tiene una intención, hacer del Eácida la medida de lo heroico.
Su
grito es tan poderoso que conmueve los mares, allí donde habitan su madre y las
nereidas. Y su dolor se enlaza al de Tetis al parirlo. No al de su cuerpo, sino
al de su ánimo al saberlo ya perdido, irrecuperable, porque la guerra en el
centro de su dolor ha vuelto a su forma anterior, a su cauce, y ese va directo
a la Aristeia de Aquiles, y con ella al triunfo aqueo, pero también a su fin.
El fin de Patroclo es una prefiguración de su fin. Tetis ha vivido con esa
pesadilla o con ese despertar toda su vida. Aquiles, en la pérdida de su amigo,
en el dolor inesperado e indeseado, descubre la suya propia.
Pero
también encuentra la inutilidad de sus acciones: su cólera ha alcanzado lo que
deseaba, pero al altísimo e inesperado coste de la pérdida de Patroclo, que ha
hecho deleznable todo lo esperado y tiñe de banal lo no ocurrido.
Pero
el cadáver de Patroclo sigue rehén de los troyanos, y los esfuerzos de Menelao
y los suyos no han podido restituirlo a sus filas. Un feroz Héctor lo impide.
Iris,
inesperada aliada, singular cada vez que aparece, como mensajera de Zeus o hacedora
de prodigios, viene a suplicar a Aquiles que lo salve. Quien esta vez la envía
es Hera. Entienden que sin armas, Aquiles no puede hacer nada, pero los dioses
son lo que son por sus divinas ideas. Y la de Iris es tan brillante como lo que
ocurrirá: Basta que te muestres, parece ser la premisa principal. Y eso es lo que hace, pero lo que narra
Homero es una apoteosis inaudita, llena de luz, sonido y furia: Aquiles se
levanta y Atenea lo cubre con la égida floqueada y una nube dorada encendida de
una llama que le rodea la cabeza, y cuya lumbre llega hasta el cielo, en medio
de un portentoso símil bélico. Aquiles grita y con él, Atenea, y el tumulto es
como del tamaño del universo. Se oye el sonido de la trompeta, que para la
modernidad y Occidente ha quedado marcada por las imágenes del Apocalipsis y el
Fin de los tiempos. Algo intemporal debe tener su timbre pues a los guerreros
les dio la sensación de algo parecido: hombres y animales se quedaron
inmóviles, ante el fuego y la voz de Aquiles. En la mayúscula turbación, los
aqueos por fin pueden rescatar el cuerpo de Patroclo, y llevarlo ante Aquiles,
quien por fin puede llorarlo y hacer cuerpo la pérdida, que hasta ahora sólo
era testimonio en bocas ajenas. Y el prodigio continúa, pues Hera adelanta la
noche para que se inserte, en el día interminable, un necesario receso, durante
el cual limpiarán y honrarán el cadáver. Mientras,
Tetis, una de las insignes madres de la Ilíada, no sólo está presta a consolar
a su hijo, sino a colaborar para que vuelva a la lid y vengue su corazón. Así
asistimos al encargo de las nuevas armas para el héroe.
La
Ilíada es el poema de Aquiles, no
obstante estar construido de una manera singular, que sin embargo es, al
parecer, la preferida de Homero, pues volveremos a encontrarla, en prodigiosa
variación en la Odisea. La estructura
homérica es de trayectoria de boomerang. Los héroes siempre vienen de regreso,
se erigen en recuperación. La Ilíada
está llena de Aristeias, pero lo que
da eje a todo el poema es el retorno de Aquiles, su recomposición, su venganza,
la restauración de su heroísmo. Por ello toda su suspensión durante catorce
cantos, en trece de los cuales está prácticamente ausente. Todo ha sido una
meditada preparación para la apoteosis que está por llegar. Y el ritmo es
gradual: de la preocupación por el compañero hasta la aparición prodigiosa para
suscitar el rescate de Patroclo. Son, sin embargo, prólogos para el episodio
que consumirá el canto: la forja del escudo de Aquiles.
Casi
120 versos dura la écfrasis quizás más famosa de la literatura. A través de
esta forma indirecta, Homero levanta bloques bajo la exaltación de su héroe.
¿Una manera retorcida y genialmente retórica de compensar su ausencia durante más
de las dos terceras partes del poema?
El
escudo de Aquiles es una suerte de Axis
Mundi, que efectivamente parte el poema en dos: la historia antes de
Aquiles y después de él. Hefaistos lo forja para halagar a Tetis y honrar a su
hijo, pero ello contiene un dejo ineludible del destino. Tetis dejará en breve
de ser madre, porque Aquiles en su Aristeia
incesante, desde aquí hasta la víspera de la caída de Troya, encontrará su fin.
Quizás
por ello el escudo de nueve estampas, labradas en bandas concéntricas. Nueve,
como los dígitos; nueve: para muchas culturas el número del infinito; nueve
como los círculos infernales de Dante. En ellas parece caber el universo, el
cielo y la tierra; el hombre y la naturaleza, pero también el hombre y la
cultura; los animales y la agricultura; lo silvestre y lo legislable; la polis
y los campos.
Otros
lo imaginan más cercano al simbólico número doce: suman así las diferentes
estampas como unidades. Cada una de ellas correspondiente a una constelación o
signo zodiacal.
Prefiero
el esquema circular, por ello procedo a explorarlo en esta orientación. El
primer círculo reúne lo planetario: cielo, tierra, estrellas, constelaciones,
los mapas celestes que ayudan al hombre a guiarse por los mares, y en las
cuales cree ver prefiguraciones de su destino. Es el círculo originario, el
núcleo del escudo.
A
esta pintura celeste la rodea la de las dos ciudades: una de paz y otra en
guerra: ambas,sin embargo remiten, en el imaginario, a Troya, la ciudad actualmente
sitiada: las bodas evocan la de Tetis y Peleo, prólogo imprescindible de la Ilíada, mientras que el pleito legal entre
los dos varones se intertextúa con la disputa entre Paris y Menelao. Todo ello
parte al mundo binariamente, como el orbe dividido en la Ilíada entre aqueos y troyanos. La que está en guerra es Troya, más
directamente, con soldados sitiadores y ciudadanos en resistencia. La tendencia
binaria marca ahora el tiempo y la vida de la polis y el del bellum que
lo asedia. El río y el abrevadero de los rebaños que acompaña a la ciudad
aparecerán “en vivo” en el Canto XXII, así como la batalla que se escenifica en
el río preludia el episodio de furor fluvial que nos aguarda en el XXI.
Importante detalle es que las únicas personificaciones divinas que se asoman en
el escudo están aquí: Ares, Palas Atenea, la Discordia, el Tumulto y la Parca,
quienes ya tuvieron su instante de gloria, todos juntos en Ilíada, IV.
El
tercer círculo logra una hermosa fusión de colores y mímesis: la tierra labrada
y el oro; o la tierra negra, dorándose al paso del arado. O en el oro que es el
material de que está hecho el escudo, la mímesis de la tierra hace que lo
dorado asemeje lo oscuro, la ceniza, de la tierra abonada. El mismo Homero no
se resiste a calificarla de “singular maravilla”.
A
ello sigue otra escena bucólica que aúna a las cosechas, la cultura de la
cocina, preparando un banquete.
Los
frutos de la vid, siempre en el mismo tono bucólico y arcádico, plenan el
siguiente círculo. Esta representación ecfrásica incluye el sonido pues
contiene el sonido de una cítara, las voces humanas y sus himnos entonados.
Vuelve
la dialéctica en el próximo círculo, ahora entre vacas que mugen y pastan en
nueva escena pastoril, y perros y leones, depredadores, feroces que contaminan
la paz representada. La sangre corre por el escudo, en la apenas segunda imagen
violenta que se labra en esta arma de guerra. También genera sonido: el ladrido
de los canes.
Desafiando
nuestra perspectiva, desde la cual mientras más círculos se superponen en el
escudo de mayor diámetro deberían ser, encontramos el séptimo, es decir uno de
los, en medida más vastos, continente empero de la estampa más breve: la del
prado verde en hermoso valle, con ovejas paciendo, establos, chozas y apriscos.
Luego
llega la estampa de la danza que evoca literalmente la de Dédalo en Cnosos, en
honor de Ariadna, e implica míticamente al minotauro y al laberinto. Ese en el
que casi se ha convertido el escudo como Aleph
del mundo, absorbiendo a todos los hombres y todas las historias; lo terreno y
lo ultraterreno, lo divino y lo humano. Los danzarines giran alrededor del
escudo, y emiten, esta vez, en lugar de sonidos, olores, aromas de aceites y
texturas de lino y seda. El escudo es tan vasto y universal que incluye lo
metatextual: en este, el penúltimo círculo del arma, se inscribe un “divino
aedo”, que canta acompañándose con la cítara. Así como en la Odisea, un ciego relatará la aventura de
Odiseo.
Todo
este Axis mundi está cercado,
contenido, protegido por el Océano y sus corrientes. Y uno se pregunta por qué
Tolomeo y sus rivales poblaron tanto el mundo con sus inútiles disputas, si
quedaba claro, desde este Canto XVIII de la Ilíada,
que el mundo era inequívocamente redondo, aunque quizás no tan infinito como el
escudo de Aquiles.
El
canto siguiente, el XIX, es otro interludio, parecido al del Canto XIV, sólo
que no erótico como aquel, sino diplomático, y sirve para oir las disculpas y
promesas de Agamenón, la charla política de Odiseo, siempre sacando el mejor
partido de las adversidades, y casi desemboca en un banquete, si no es porque
Aquiles se niega a ello teniendo el cuerpo de Patroclo en la tienda contigua, y
el ardor de su dolor en el pecho. El ágora se disuelve, y el canto desemboca
maravillosa e inesperadamente en un episodio que nos termina de confirmar el
genio multiforme de Homero.
Cuando
todo parece que va a redundar en la gloria de Aquiles: su retorno al campo, sus
armas sin estrenar, las disculpas de los reyes, Aquiles vistiendo su armadura;
llegan sus caballos, los cuales, dotados de voz instantáneamente por Hera, le
hablan al héroe, y dicen varias cosas cruciales: prometen salvarlo, se
disculpan por no haber podido hacerlo con Patroclo, señalan al artero Apolo,
como el culpable principal de su muerte, y en fatal, y muy griego contraste, le
prefiguran la propia muerte al Pelida. Todo el fasto y gloria anterior
reconocen, se postran definitivamente ante su inevitable fin. Con respecto al
cual, Aquiles no parece tener más escozor que el de la impertinencia de Janto,
uno de los corceles, en recordárselo, cuando sabido es que él no lo olvida.
En
su justamente célebre poema “The Shield of Achilles”, W. H. Auden propone que
todo el arte de Hefaistos, todo su derroche de orfebrería, es invisible para
Tetis, quien sólo puede divisar en él la luz cegadora de la muerte de su hijo,
que le borra o evita los detalles preciosos dispuestos por todo el escudo.
Cuando
atravesamos el Canto XIX y comprobamos que Aquiles casi no le dedica una
mirada, y que lo que contempla en él es el resplandor del fuego que llega al
éter, y cuyo brillo imitaba, desde lejos, al de la luna (ese garcialorquiano
símbolo de muerte), debemos concluir que la belleza artística vulcaniana del
escudo –ese dios discapacitado, en nuestro lenguaje “correcto” de hoy, como
ciego era Homero, sordos Beethoven y Goya, manco Cervantes-, también le fue
vedada al héroe.
Para
nosotros, sobrevivientes de Troya, la antigüedad y otras ruinas, su visión nos
proyecta la eternidad.
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