Ilíada XVII: El cadáver de Patroclo

Einar Goyo Ponte


La Ilíada no vuelve a ser la misma tras la muerte de Patroclo. La narración, los héroes mismos, el entorno, hasta los dioses acusan el golpe de esa suerte de víctima cósmica que la guerra se ha cobrado.
Menelao, suerte de héroe prorrogado que no puede ni rescatar a su esposa ni cobrarse venganza, cuya herida temprana lo mantiene a la sombra de su hermano Agamenón, y que no he hecho más que defender en esta retirada lenta que sufren los aqueos, es dispuesto por la historia para tener su Aristeia, a propósito de Patroclo. Es él quien acude el primero a tratar de rescatar el cadáver del joven, y todo este canto va a narrarnos el arduo intento. Un símil cuya referencia es la maternidad vacuna narra la activación del Atrida y precede a la primera víctima del rescate: Euforbo cae lanceado por Menelao como un árbol derribado como un huracán. Pero Febo Apolo, el cómplice divino de la muerte del héroe, convoca a Héctor y su proximidad hace vacilar al Atrida.  Sin abandonarlo del todo, busca a Ayante. Pero cuando regresan, ya el Priámida está apoderándose de las armas de Patroclo, que recordemos, en realidad son de Aquiles. Ayante llega a tiempo de cubrir con su escudo al cadáver.
Las armas de Aquiles van revelando su sentido: Héctor se las viste, tras matar a Patroclo, sin saber a quién pertenecen, pero antes se jacta de ellas. Zeus, también arquitecto de lo que ha ocurrido, no ve con buenos ojos, la conducta de Héctor, pero la permite, porque ya es breve lo que resta de tránsito por la vida al troyano. Las armas de Aquiles han sido desposeídas, no sólo de su dueño, sino de su buena fortuna también. El gesto de desaprobación del Padre de los dioses, moviendo la cabeza es de una elocuencia gráfica e impar en el poema. Hasta ahora, Héctor es el único que lo ha provocado.
También reinicia el combate por el cuerpo del amigo de Aquiles. Ayante y Menelao, solos se enfrentan a más de diez guerreros comandados por el Priámida, pero al grito de Menelao se acercan Ayante Oileo, Idomeneo, Meriones y Enialio. Aún no pueden portar el cadáver a sus naves. El fragor crece, y de pronto la guerra de Troya ya no es por la ciudad, ni mucho menos por la divina Helena, sino por el cuerpo joven, ya lacerado, cubierto de polvo, mancillado en su tan reciente frescura, de Patroclo.
Apolo espolea a Eneas para que impida la derrota de los troyanos, ya alejados de las naves y sorpresivamente más cerca de sus propias murallas.
Dos detalles importantes apunta el narrador a esta altura. El primero es un recordatorio: Aquiles aún no sabe lo que ha ocurrido a Patroclo. Aún lo espera en su tienda. Y al conjuro del nombre del Eácida, la narración nos lleva a otro de los síntomas del sismo cósmico que la muerte de su compañero ha provocado. Los caballos inmortales de Aquiles resienten la perdida. En el relato sobreviene una extraña pausa para describirnos el llanto conmovido de los corceles, los cuales aunque no le pertenecen, lamentan la pérdida de su auriga. Y así como Homero humaniza el dolor de los animales, nos hace presentir, que amaban a Patroclo, tanto como a su natural amo (¿o es posible que hubiesen sido engañados por el juego de sustitución planeado por Aquiles?) La imagen siguiente, célebre en la historia de la poesía, recreada por Constantino Cavafis en su famoso poema “Los caballos de Aquiles”, parece desautorizar esa lectura: los caballos, a pesar de que otro compañero del Pelida, los aguija, se niegan a moverse: inclinan la cabeza al suelo y derraman “ardientes lágrimas”, con sus lozanas crines manchadas y caídas a ambos lados del yugo. Mientras menos humana más emocionante  la recreación del dolor, apenas, sin embargo, un atisbo de los extremos que hará Aquiles al conocer la noticia, en el próximo canto.  Como si fuera poco, la dimensión del cuadro llega hasta Zeus, quien se compadece de ellos y medita acerca de la particular manera que tienen los destinos de hombres e inmortales de cruzarse.  Y cómo el triste devenir de los primeros puede, no obstante su inferioridad, teñir y marcar el de los segundos, como contagiándolos con un virus extraño, al que no pueden ser inmunes: el del pesar, que puede llegar a inmovilizarlos. Cavafis captó la paradoja inmejorablemente:
            “A vosotros que estáis libres de la muerte y la vejez,
            os atormentan calamidades pasajeras. En sus apuros
            el hombre os ha atrapado.” Pero sus lágrimas,
            por la calamidad eterna de la muerte,
            seguían derramando los dos nobles animales.”

            Zeus entonces, apiadado, les devuelve el movimiento.
No es lo único que mueve el Cronida: Atenea, que es extensión de los pensamientos, surgida de la divina cabeza de su padre, baja del cielo a socorrer a los dánaos. La imagen es de una carga sugerente maravillosa: es el arco iris que obliga a los agricultores, tras la lluvia a contemplar el horizonte, suspendiendo las tareas. Así,  en esa luz atraviesa la diosa el campo, y alienta a Menelao, lo vigoriza, y, Homero, olvidando por un momento su bestiario favorito de leones, toros o jabalíes, nos dice que le insufla la “audacia de la mosca”, deleitosa de sangre humana. Pero, Apolo, rebelde, como casi siempre a los deseos de su padre, insiste en ponerse del lado de los teucros, y anima a su guerrero favorito: Héctor, sentenciado ya por Zeus, quien sin embargo, como movido pendularmente por los oficios de sus vástagos, con un movimiento favorece la causa de Troya, con otro la de los aqueos. Quizás deberíamos recordar que lo que hace por Aquiles, no es exactamente su deseo, sino el de Tetis. Tiene una deuda con ella y paga, pero ama a la ciudad sitiada. Patroclo le era honorable, pero le mató a Sarpedón, más amable a su corazón. Por ello, aunque parece desaprobar las acciones de Héctor, prefiere llevar todo al límite y acorralar a los aqueos, para que al final todo se resuelva como es habitual: con los hombres cumpliendo lo que los dioses le imponen o consumando el camino por donde lo fuerzan a ir. Que arda el ínfimo milímetro de libertad que las fuerzas sobrehumanas conceden a los mortales.  La égida floqueada se agita, el Ida se llena de nubes, relampaguea y truena.
En el próximo pendular, movido por la matanza provocada por Héctor. Ayante y Menelao, se creen perdidos y piensan por fin en Aquiles, y buscan a un guerrero que les sirva de heraldo ante el Pelida, pero el polvo y la niebla no los ayudan. Ayante llora, y Zeus les concede el milagro de hacer la luz y disipar el aire. La batalla entera se ilumina. Entonces, Menelao puede divisar a Antíloco, darle el mensaje para Aquiles.
Tampoco el llanto de Antíloco se parece al de ningún otro héroe, ni se derrama así por otra víctima. Es una mezcla de dolor intenso con miedo, el dolor de la conciencia del muerto inocente, y el miedo a la respuesta feroz e impredecible de Aquiles.
El mensajero va en pos de su destinatario, y Menelao y Ayante lideran la toma del cadáver de Patroclo. La acción es tan tumultuosa, tan precipitada y feroz, que Homero hace correr los símiles como en una cascada: los teucros como perros persiguiendo un jabalí; el enfrentamiento asemeja un incendio que el viento inflama; Menelao y Ayante son como bueyes formidables pero cansados, transportando el cadáver, y al mismo tiempo diques que contienen el río de troyanos que los acosa, para concluir como estorninos huyendo dando chillidos del gavilán mortal que los persigue: Héctor. La narración es ya casi superflua.
Sin resolver nada, sin que los troyanos puedan impedirlo, ni los aqueos poner a salvo el cuerpo de Patroclo, termina el canto.
La guerra ha trascendido: de una mujer hermosa raptada y el inestable honor de su marido, hemos pasado a presenciar combates por cosas intangibles: los honores póstumos de un joven muerto, la venganza por las víctimas propias, el dolor del amigo, la admiración del héroe; aquello que minimiza el valor de la vida si no se obra en su provecho: el honor.
Todo en un terreno, no por impalpable, menos personal.

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