Odisea X: Circe

Einar Goyo Ponte


Los viajes de la Odisea están dispuestos sobre una inquietante oscilación, no obstante, diáfanamente simbólica: la de la vida y la muerte, la de la pulsión del regreso, seguida, acosada, inoculada por la pulsión de detenerse, de no continuar, la pulsión del cese.  En la primera, el norte es Itaca, pero la experiencia posible también es importante, pues representa la fruición extrema de la vida, como se pone de manifiesto en el episodio de las sirenas. En la segunda, la seducción de cada estación del viaje recuerda el cansancio y la incertidumbre de regresar, y la tentación de cancelar la empresa, para descansar definitivamente, como aparece al borde de la aventura con los lotófagos.
Hay otros detalles vastamente simbólicos en esta Odisea. Uno de ellos particularmente inquietante. Ocurre al menos dos veces en el relato del marino: cuando Eolo regala a Odiseo el odre de los vientos para que pueda llegar directamente a su casa, sus compañeros creen que su capitán les oculta riquezas para disfrutarlas él solo, y aprovechan el momento en que Odiseo cede al sueño para descubrir lo que contiene el odre. Por supuesto, los vientos se desatan, y los marinos y Odiseo pierden la oportunidad de regresar a su hogar, cuando ya las costas de Itaca se divisaban cercanas.
Hay una dicotomía implícita en estos avatares: la del individuo y el colectivo. El primero hace las diligencias de sus facultades (las de la política, la diplomacia, las relaciones con sus amigos, mediante acuerdos y regalos); el segundo se deja ganar por la impaciencia y actúa instintivamente. Por eso uno duerme tranquilo, confiado en el regreso; el otro conspira oscura, inconscientemente contra ese propósito. Por algo uno es el paciente Odiseo y el otro la fuerza ciega que cede a la flor de los lotófagos, que quema puentes y desconfía de su líder, llegando a violentarle los odres o desobedeciendo las órdenes dadas. Ese simbolismo pendular marca la primera parte de esta rapsodia y da relieve a un simbolismo cercano que aflorará en la médula narrativa de este canto.
Comienza un motivo importante en el relato, asomado sin embargo en un par de momentos de la Telemaquíada, el de la maldición que acosa a Odiseo y sus marinos. Eolo se lo increpa cuando vuelve derrotado luego de habérsele premiado con el más caro de los regalos. Nadie que dilapida así un don semejante puede gozar del favor de los dioses. Horrorizado, el dios de los vientos lo expulsa de su reino. Con ese motivo se revela otro, no menos crucial: el de que la Odisea es también un viaje de expiación.
La aventura en el país de los lestrigones, caníbales como Polifemo, es una confirmación de ello. El saldo de esto es que de las doce naves de Odiseo, con las cuales zarpó de Troya, ya sólo queda una, la suya. Pietro Citati * lo corrobora: “La única embarcación de Ulises surca los mares del extremo Oriente, recorridos en otros tiempos por los Argonautas; navega en silencio, bajo una amenaza divina vaga e imprecisa y, por ello, tanto más terrible. Ulises ignora, y nosotros también, quién le persigue, si Zeus o Posidón o todos los dioses. Sabe que es maldito y que no es inocente, pues sobre él gravita Ate, la ofuscación; y aquel a quien los dioses han cegado nunca es inocente.” (Op. Cit., pag. 193)       
En el diagrama de la narración en primera persona que Odiseo despliega ante sus anfitriones, el relato de sus infortunios y vicisitudes en el viaje de retorno, la hechicera Circe es la primera mujer que interviene como personaje, cuando desviados desdichadamente de su destino, atracan en la isla de Eos. Ella será una prefiguración exacta del destino de Odiseo, por eso es importantísima en la galería de personajes femeninos de la Odisea.
Odiseo, como será constante en estos encuentros con lo femenino, llega a sus playas, absolutamente vulnerable, sobreviviente de sus errores y desgracias. No es el vencedor de Troya, ni el héroe ladino, dispuesto a la trampa y al truco para vencer a cómo dé lugar. Viene despojado de cuanto ha tenido, a merced de la intemperie y del designio de los dioses.
Circe, por su parte, está sola en esa isla, pero en una extraña actitud de espera. De hecho la imagen original de la hechicera que obtenemos de Homero la presenta cantando y tejiendo. Circe -como Penélope, como Calipso cuando Hermes viene a traerle malas nuevas-, es una tejedora, labor, que se imbrica con la espera, con la necesidad de llenar el ocio que deja el suspenso, el reloj detenido en la larga víspera de la llegada no cifrada pero segura.
Citati relaciona a Circe con Istar, la gran diosa babilónica, el daimón erótico, la prostituta reina, quien, como la hechicera de Eos, convierte a los hombres en bestias. Y nos recuerda que su figura retorna en Apolonio de Rodas, Ovidio, Lucano y Torquato Tasso, en figuras como Medea, Ericto y Armida. En esta facultad mágica se entiende la médula de su espera. Los infortunados que llegan a sus costas y perturban su paz sobrenatural son víctimas de la hechicera. Hasta el momento esa es su única relación con el género masculino. No hay contacto, no hay sexo, no hay palabras, no hay intercambio. Sólo punición. Circe, la hermosa, casi divina, no accede a tener contacto con los hombres. Los degrada de inmediato a su forma animal. No obstante, el estar rodeada de estas criaturas revela una arista crucial de su significación. Ella es una conexión con el mundo natural, pre-humano, animal, libre de los artificios, la techné y el logos humano. Y por supuesto, desligado de la Polis. Esta reina de lo salvaje es una hechicera, una que vive de, para y con los frutos de la tierra y la naturaleza. Sus pociones y hechizos vienen de lo subterráneo, de lo profundo, de lo ctónico, y de lo ancestral, seguramente de ese mundo pre-olímpico del que tanto habla Cesare Pavese (1976) en sus hermosos Diálogos con Leuco. (1)
Circe es, por tanto, una suerte de bisagra –como también lo es, a su modo, Calipso- entre dos mundos y dos tiempos: el de los hombres y el de natura (en su acepción de salvaje, primigenio, virgen); el de los ingenios humanos y los dioses olímpicos y el de lo sobrenatural anterior a ambos.
Con la ayuda de los dioses vencerá Odiseo a Circe y estará preparado para su encuentro con ella. En él, encontramos un nuevo aspecto de lo que la hechicera representa. Sorprendida por la inutilidad de sus hechizos con Odiseo, Circe, rememora que la llegada del marino le había sido anunciada tiempo atrás por el propio Hermes. Es decir, que el objeto de la espera de Circe es Odiseo. Por ello, y aún maquinando tretas, lo invita al lecho. Pero Odiseo, espada mediante, la hace jurar que no le hará daño y que recompondrá a a sus compañeros. Así lo hace. A partir de allí, la figura temible de la hechicera da paso a la de una mujer solícita y casi sumisa.  Y Odiseo, cansado, agobiado de los males que ha tenido que sortear, casi desesperanzado ya de regresar a su hogar, sucumbe a esta imagen de casa, de calor amoroso que Circe le ofrece. Hechicera siempre, Circe ha seducido al marino dándole lo que más desea y busca. Para ganarse el amor de Odiseo, ella hace confluir sus dos mundos en aquel paraje: sus artes mágicas y los deseos del marino, su potencia seductora y la imagen sumisa, la pasión amorosa del sobreviviente sediento y el vórtice salvaje, libérrimo, de la mujer casi divina.
Pero esta misma cualidad de predestinación que rezuma de la aventura llama la atención a Citati, quien nos recuerda, como hemos hecho nosotros al inicio de este texto, que Odiseo parecía abandonado a su suerte, víctima del olvido de los olímpicos, y ahora, según los “indicios del segundo Homero”, un “dios” lo guía a la isla Eea; “algún dios” le pone en su camino el ciervo que lo alimenta y mantiene en la nueva tierra, y por último, Hermes, que no baja a la tierra sino por orden de Zeus, llega y auxilia al héroe dándole la varita con la que domará a la diosa y la hierba que anulará el hechizo bestial. A cambio Odiseo deja de maquinar, de intentar engaños y tretas; “se vuelve pasivo y acepta con diligencia el destino que le proponen los dioses.” (pags. 196-197)
Esa confluencia de dos mundos es la que revela la significación primordial de Circe: el amor-pasión, salvaje, como potencia y pulsión natural, no regida por convención social ni política ninguna; el abandono en la seducción y el goce carnal. Aunque más sutil, es, sin embargo, otra forma del riesgo de los lotófagos, en el Canto IX: el olvido de sí mismo, la pérdida del objetivo, la anulación del deseo de continuar el viaje y regresar a casa.
En todas estas estaciones femeninas, Odiseo tiene la opción o el riesgo de borrar su historia –en lo cual iría una cierta redención-, de adoptar otra vida y renunciar a la suya. Vivir siendo otro y dejar que Penélope y Telémaco entierren a su esposo y padre muertos, y que su esposa elija un nuevo esposo entre los pretendientes. Hacer realidad lo que ya es rumor en Itaca: que él está muerto y no regresará jamás. El cuerpo de Circe, el de Calipso, y por supuesto, las terminales sirenas son una tentadora manera de sellar ese destino.
Un año se queda Odiseo en Eos con Circe. Un año del cual Homero no nos cuenta nada. El y sus compañeros son auténticamente felices allí, hasta que en su capitán puede más la nostalgia. Es singular, sin embargo, la serenidad con la cual la hechicera acepta su deseo de partir, y más aún, la invalorable colaboración que le da: la ruta, las advertencias, los consejos. Pareciera que tal como asumió su llegada, esperada, avisada, así mismo enfrenta la partida, como algo entendido y conocido con antelación. No obstante, hay un detalle simbólico importantísimo. Para separarse de Circe, Odiseo debe arribar hasta el confín del mar y entrar al reino de los muertos, a la oscuridad del Hades. El duelo por el fin de la relación trasciende a una presencia más tangible de la muerte. Odiseo entra y sale de la muerte como entra y sale de las mujeres que jalonan su camino. Con cada una de ellas se hace más sabio, pero también muere un poco más. El viaje de transformación del héroe revela una de sus dinámicas. Lo que Odiseo aprende se equipara a aquello que pierde.

A la muerte, entrevista en la guerra de Troya, Odiseo ha aprendido a huirle, a través de su viaje. Eso le ha otorgado una sabiduría, pero la fuerza de la sombra es potente, tanto como la belleza y el encanto de las mujeres que lo asedian, y en las cuales él siente la tentación de abandonarse. La muerte lo ronda, lo persigue, como su destino femenil. En Circe no hay angustia ni desasosiego cuando Odiseo se va. Ella lo ha dirigido al Hades, al reino de la muerte. De alguna manera, Circe es la entrada al inframundo. En ella han venido a confluir esas dos pulsiones entre las que pendula el viaje de Odiseo: la mujer y la muerte.
En la mitología griega, ninguno de los héroes capaces de descender al Hades y volver, sale indemne. Orfeo pierde a Eurídice y los perros hacen pasto de él. Hércules libera a Alceste, pero queda marcado con la locura que lo hará perder a su esposa e hijos en el porvenir. ¿Qué pierde Odiseo tras bajar a las tinieblas y volver?  ¿Qué hay en su viaje después? El peligro de las sirenas, la amenaza de Scila y Caribdis, la muerte de todos sus compañeros, la disolución por siete años en Ogigia. Y después el cumplimiento de la profecía de Tiresias: el peregrinar por el mundo en busca de un pueblo donde no conozcan el remo ni la sal. Viaje definitivo donde Odiseo se perderá para siempre.
Nos resulta ahora más pasmosa aún la serenidad de Circe al despedirlo.

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* Citati, Pietro (2008): Ulises y la Odisea. Galaxia Gutenberg, Barcelona, España.
1) Pavese, Cesare (1976) Diálogos con Leucó. Siglo XX, Buenos Aires.

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