Odisea IX: El hombre sin nombre

Einar Goyo Ponte


Ya se ha hablado de la digresión en el relato de la Odisea, de la inclusión del propio protagonista en la narración, con las alteraciones temporales y de puntos de vista relatorios. Es aquí donde vienen a coexistir los diversos mitos y leyendas que nutren las aventuras de Odiseo. Pero nos interesa recordar un detalle que nos parece importante y que otros estudiosos ya han señalado.
            Entre los Cantos IX y XII, escuchamos a Odiseo, el mismo artífice del Caballo de Troya, el mismo que ganó con trucos las armas de Aquiles a Ayax, el mismo que con estratagemas obligó a Aquiles a participar en la guerra, el mismo que convenció a la mayoría de los aqueos a obligar a Agamenón a cruzar los mares para asediar a Troya (según cuenta Eurípides en Ifigenia en Aulide), el mismo que contará enseguida cómo venció a Polifemo, engañándolo y haciéndose llamar “nadie”, ahora convirtiéndose en el narrador que, desde la primera persona, nos cuenta las historias de los cícones, de los lotófagos, del Cíclope, de Eolo, de los Lestrigones, de Circe, del descenso al Hades, de las sirenas, de Scila y Caribdis, y de las vacas del Sol. El fecundo en ardides, el ingenioso Odiseo. En lo que hemos leído hasta ahora de la Odisea, hay una trayectoria narrativa paralela, que viene a converger en estos cuatro cantos. Que casualmente coinciden numéricamente con los cuatro iniciales, en los cuales el rastro del héroe es, por decir lo menos, un enigma. Nadie sabe a ciencia cierta dónde está Odiseo. En esos primeros cuatro cantos él está más cerca de  ser ese nadie, que encarnó con intención ocasional. Ha llegado a Esqueria, pero nadie sabe quién es. No tiene nombre, llega cubierto de mar, de sarro, de materia oscura. No hay nada que lo designe. Lo cubre una niebla que lo protege, pero también lo distancia de los demás. Nadie ha solicitado auxilio para su retorno, Nadie despierta anhelos en Nausícaa, Nadie llora mientras oye los relatos de sus hazañas en Troya cantados por el aeda. Nadie sale del anonimato y la sombra cuando empieza a contar su relato y va en cada avatar de la historia, en cada agresor, cada víctima, cada riesgo, cada ambiguo aliado, cada obstáculo, cada peripecia, cada desvío, recuperando poco a poco su nombre. Empieza a salir de la zona fantasma, de la muerte que lo aisló del resto del mundo y lo convirtió en incertidumbre, en rumor, en olvido.
            Las aventuras de Odiseo bien pueden haber sido vividas, pero el marino es hombre en quien el tiempo se hace espeso, a quien el mar disuelve las distancias y las rutas. Aún encontrando su camino, sin desviarse un punto, el marino vive en la pérdida. En el inicio de todos los viajes del navegante está la posibilidad de no regresar jamás. Libre de ataduras o compromisos, enfrentado a su soledad y a los riesgos que el mar le dispensa, el marino se abandona a su aventura. No hay nada más en la empresa. Cumplirla, acabarla con felicidad. Acaso, entonces, sí, el deseo de regreso se anime en el marino. Retornar para contarlo.
            En el espesor de los días de la aventura, el mar y el riesgo, el marino posee una dimensión particular de los acontecimientos. Como todo está al borde, todo luce más poderoso, más intenso, más febril, más terrible, más maravilloso de lo que le parecerá quizás al hombre de tierra firme, quien sólo cuenta con la ausencia como única dimensión para catar al marino.
            Por eso tienen las historias de los marinos ese matiz de exageración o de fantasía. Fuera de la tierra, allende las costas, lo inverosímil es lo cotidiano, pero para el cotidiano es lo increíble. Todo relato marino tiene esa expansión de las fronteras entre lo real y lo fabuloso.
            El relato de Odiseo en el Palacio de Alcínoo es su respuesta al enigma sobre dónde estuvo en esos casi diez años que han transcurrido desde que finalizó la Guerra de Troya. La memoria, el tamiz de los recuerdos y los sufrimientos pudieron haber alterado algunas cosas, y ese mismo carácter de testimonio de primera mano, achica el problema de la veracidad o no de las historias. Verdaderas o no, estos relatos constituyen la historia de Odiseo, y su excepcionalidad las valida por sí mismas. La imaginación fabuladora triunfa en las narraciones de Odiseo, y su carga simbólica y mítica se alza por encima del problema de la veracidad, poco trascendente para la historia, en realidad. Sin embargo, parte de esos relatos tienen una estricta comprobación. El de Polifemo, por ejemplo, confirmado por la saña que Poseidón le dispensa al marino, y el del descenso al Hades, tristemente corroborado por el encuentro con su madre, de quien él ignoraba que hubiese muerto, como certificará sólo al regresar a Itaca.
            ¿Cómo y por qué va convirtiéndose Odiseo en Nadie? Porque ese es el sentido primordial de las aventuras narradas en primera persona de estos cuatro cantos. Permanece sin dilucidar lo que ocurre con los dioses y los griegos en su regreso, pero es claro que no están contentos. Quizás debamos verlo como una suerte de “Síndrome del Juicio de Paris”: se gana el favor de un inmortal, pero pierdes el de dos. No es muy buen trato. En la Guerra de Troya se jugaron y se perdieron demasiadas cosas. Y aunque los filósofos griegos arguyan la idea de la indiferencia divina, la ira olímpica es demasiado visceral para ignorarla. Ninguno de los héroes y reyes sobrevivientes llega pronto ni con buena fortuna a su destino. Ya se nos ha descrito la mala ventura de Menelao, Agamenón y Néstor, pero lo de Odiseo es sensiblemente distinto: al salir de Troya, él y sus marinos no se han saciado de destrucción. Así arrasan a los cícones y luego huyen perseguidos por estos mismos, perdiendo varios de sus hombres. Así, en fuga, cansados, nerviosos, llegan a la tierra de los lotófagos, y allí comienza a desatarse la fibra vastamente simbólica. Estos soldados victimarios, que han derramado sangre en Troya y no se han detenido con los cícones, reciben el don del olvido en la flor de los lotófagos. Es una manera de borrar el horror. Si olvidar puede ser una opción, entonces el deseo de regresar, cuando esto no recompensa, no puede ser tan fuerte. ¿Y por qué no recompensa? Ya volveremos a ello. En ese inquietante estado de ambigüedad, Odiseo y sus marinos llegan al encuentro con el Cíclope. El episodio con el Cíclope representa el enfrentamiento con lo inhumano, con la formidable fuerza residual de tiempos remotos, cuando el hombre no era más que un advenedizo despreciado por dioses y criaturas. Sólo el ingenio logró equilibrar las cosas, y ese mismo ingenio salvará a Odiseo de su despiadado anfitrión. Frente al hombre “fecundo en ardides”, Polifemo opone su único ojo, la visión enfocada, parcial, restringida, y al perderlo queda en casi absoluta desventaja ante su adversario.
           
También se encuentran enfrentados dos mundos, dos maneras de entender la vida: una antigua y otra moderna, la pre-humana y la de la civilización; la que aún arrastra residuos de la era titánica y la que se rige bajo el temor de los olímpicos. Odiseo es un convencido del culto joviano de la hospitalidad, Polifemo se complace en ignorarlo groseramente.  También ello ha puesto involuntariamente a Odiseo en desventaja.
            Sin embargo, más que la astucia con la que Odiseo sale airoso de la aventura, nos interesa recordar el detalle más clamorosamente simbólico, no sólo de este avatar, sino de La Odisea entera. Odiseo oculta su nombre, su identidad, y se asume como “Nadie”. En esa declaración ya se prefigura la invisibilidad que le dará la victoria contra el Cíclope. Odiseo va disuelto en el nombre que no es ningún nombre, en el que no designa a persona alguna, en el que no hay quien se reconozca o identifique. Pero Odiseo parece haber hecho de eso una tradición. Volvamos al episodio previo a la guerra de Troya, donde la impronta de Odiseo es tan crucial. Para que Aquiles acceda participar en la empresa bélica, Odiseo lo engaña; para alentar a Agamenón a decidir la partida, Odiseo propicia una manifestación de la soldadesca y se esconde tras ella, mientras la presión popular obliga al Rey de los Aqueos a sacrificar a su hija. Las armas de Aquiles, tras su muerte son arrebatadas a Ayax por Odiseo que le hace trampa, que se le escamotea, y el golpe final contra Troya, el del caballo de madera, ¿qué otra cosa es más que un gigantesco disfraz donde Odiseo se disuelve de nuevo para triunfar sobre su enemigo? Mientras Odiseo está oculto, mientras es “Nadie”, sale victorioso. Pero la aventura con el Ciclope invertirá esta ecuación. Precisamente porque Odiseo renuncia al disfraz.  Al final de la peripecia, ya vencido Polifemo, Odiseo no resiste la tentación de firmar su victoria, y así, desde el barco le grita al Cíclope que quien lo ha vencido es Odiseo, hijo de Laertes.
            Con esto Odiseo ha sellado su destino, pues a través del Cíclope sabrá Poseidón el nombre del malogrador de su hijo, y su implacable venganza lo perseguirá por los mares hasta la playa de los feacios. Odiseo reconocido, delatado, es vulnerable, es un hombre más, a expensas de los dioses y del destino, a quien se le hace más difícil escapar de sus golpes o salir airoso de sus combates. Por ello, sin duda, cuando vuelve a Itaca se oculta de nuevo en el disfraz del mendigo, figuración física del “Nadie” que ha sido tantas veces anteriores, y con el cual logrará penetrar a su casa sin causar agitación y tomar desprevenidos a sus nuevos enemigos, los pretendientes de Penélope. De hecho, ha vuelto a esa práctica, desde que ha llegado al país de los feacios, donde ha ocultado su nombre hasta que las lágrimas se lo impiden al recordar su propia vida en el canto del aeda que relata los vívidos avatares de la guerra de Troya en el banquete de Alcinoo.
           
Mario Nicolao (1999) nos señala que ser “Nadie” es, en gran medida, ser “todos”. Extraordinaria paradoja que revela una de las médulas más importantes del mito de Odiseo. Ese hombre que se oculta en la negación de cualquier nombre, es todos los hombres. En mitad del mar, en el fragor de las batallas, esparcido entre las vaginas de todas las mujeres que se encuentra, él no es más que otro de sus marineros, de sus soldados, o de los hombres que fecundan, o que entran y salen de la vida de las mujeres griegas. No hay signo ni marca individual que lo particularicen. Odiseo es “nadie”, porque cualquiera puede ser Odiseo. Cualquiera puede ser el ingenioso, el que aporta su esfuerzo para vencer o regresar, el que siente la tentación de abolir su historia y destino en otra historia, en otra mujer, en otra tierra. Odiseo siendo “Nadie” ha sido tantos, ha vivido tantas vidas, que resultaría difícil discernir cuál es la que lo define. Aparentemente, él ha escogido ya, mitad por su voluntad, mitad porque el destino se lo ha impuesto, que sea la del esposo de Penélope, el padre de Telémaco y el rey de Itaca, la que lo designe, pero incluso para ganársela tiene que ser “nadie” una vez más. ¿Puede seguir extrañándonos, desde esta perspectiva, que Penélope no lo reconozca cuando lo tiene delante, por fin, después de veinte años de añorarlo y desearlo?
            Son cuatro cantos o siete años siendo nadie: perdido en los confines del mundo, en las latitudes desconocidas, donde el orden que él cultiva ya no rige. Ser “Nadie es ser todos”.  Lanzado al otro lado el universo, volver puede ser una tarea demasiado ardua. Tanta que hace atractiva la idea de no hacerlo más. La tentación de comer la flor de loto es una forma de la asunción definitiva de la forma del ninguno. Sin embargo, cada vez que Odiseo reafirma su nombre, decide luchar por el regreso, pero no sabe cuán hondamente va el aroma de la flor de loto en su navío. Pronto veremos que el todos plural que habita la singularidad invisible de “Nadie” tiene una fuerza con la que al final Odiseo no podrá luchar.
            Sólo cuando conozcamos las terribles estaciones del viaje, podremos comprender cómo en la boca del aeda que narra su pasado, que lo revela como recuerdo aún vivo, Odiseo recupera su nombre como si hubiese vuelto a nacer y (aunque no es cristiano) bautizado de nuevo.

_______
1) Vincenzo Consolo/Mario Nicolao: Il viaggio d'Odisseo. Bompiani, Milano, 1999. El pasaje citado es traducción nuestra.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Ilíada XV: El designio de Zeus

Ilíada VII: Simetría homérica

Odisea I, II, III: Telemaquíada