Odisea IX: El hombre sin nombre
Einar Goyo Ponte
También
se encuentran enfrentados dos mundos, dos maneras de entender la vida: una
antigua y otra moderna, la pre-humana y la de la civilización; la que aún
arrastra residuos de la era titánica y la que se rige bajo el temor de los
olímpicos. Odiseo es un convencido del culto joviano de la hospitalidad,
Polifemo se complace en ignorarlo groseramente. También ello ha puesto involuntariamente a
Odiseo en desventaja.
Mario
Nicolao (1999) nos señala que ser “Nadie” es, en gran medida, ser
“todos”. Extraordinaria paradoja que revela una de las médulas más importantes
del mito de Odiseo. Ese hombre que se oculta en la negación de cualquier nombre,
es todos los hombres. En mitad del mar, en el fragor de las batallas, esparcido
entre las vaginas de todas las mujeres que se encuentra, él no es más que otro
de sus marineros, de sus soldados, o de los hombres que fecundan, o que entran
y salen de la vida de las mujeres griegas. No hay signo ni marca individual que
lo particularicen. Odiseo es “nadie”, porque cualquiera puede ser Odiseo. Cualquiera
puede ser el ingenioso, el que aporta su esfuerzo para vencer o regresar, el
que siente la tentación de abolir su historia y destino en otra historia, en
otra mujer, en otra tierra. Odiseo siendo “Nadie” ha sido tantos, ha vivido
tantas vidas, que resultaría difícil discernir cuál es la que lo define.
Aparentemente, él ha escogido ya, mitad por su voluntad, mitad porque el
destino se lo ha impuesto, que sea la del esposo de Penélope, el padre de
Telémaco y el rey de Itaca, la que lo designe, pero incluso para ganársela
tiene que ser “nadie” una vez más. ¿Puede seguir extrañándonos, desde esta
perspectiva, que Penélope no lo reconozca cuando lo tiene delante, por fin,
después de veinte años de añorarlo y desearlo?
Ya se ha hablado de la digresión en el relato de la Odisea , de la inclusión del propio
protagonista en la narración, con las alteraciones temporales y de puntos de
vista relatorios. Es aquí donde vienen a coexistir los diversos mitos y
leyendas que nutren las aventuras de Odiseo. Pero nos interesa recordar un
detalle que nos parece importante y que otros estudiosos ya han señalado.
Entre
los Cantos IX y XII, escuchamos a Odiseo, el mismo artífice del Caballo de
Troya, el mismo que ganó con trucos las armas de Aquiles a Ayax, el mismo que
con estratagemas obligó a Aquiles a participar en la guerra, el mismo que
convenció a la mayoría de los aqueos a obligar a Agamenón a cruzar los mares
para asediar a Troya (según cuenta Eurípides en Ifigenia en Aulide), el mismo que contará enseguida cómo venció a
Polifemo, engañándolo y haciéndose llamar “nadie”, ahora convirtiéndose en el
narrador que, desde la primera persona, nos cuenta las historias de los cícones,
de los lotófagos, del Cíclope, de Eolo, de los Lestrigones, de Circe, del
descenso al Hades, de las sirenas, de Scila y Caribdis, y de las vacas del Sol.
El fecundo en ardides, el ingenioso Odiseo. En lo que hemos leído hasta ahora de
la Odisea, hay una trayectoria narrativa paralela, que viene a converger en
estos cuatro cantos. Que casualmente coinciden numéricamente con los cuatro
iniciales, en los cuales el rastro del héroe es, por decir lo menos, un enigma.
Nadie sabe a ciencia cierta dónde está Odiseo. En esos primeros cuatro cantos
él está más cerca de ser ese nadie, que
encarnó con intención ocasional. Ha llegado a Esqueria, pero nadie sabe quién
es. No tiene nombre, llega cubierto de mar, de sarro, de materia oscura. No hay
nada que lo designe. Lo cubre una niebla que lo protege, pero también lo
distancia de los demás. Nadie ha solicitado auxilio para su retorno, Nadie despierta
anhelos en Nausícaa, Nadie llora mientras oye los relatos de sus hazañas en
Troya cantados por el aeda. Nadie sale del anonimato y la sombra cuando empieza
a contar su relato y va en cada avatar de la historia, en cada agresor, cada
víctima, cada riesgo, cada ambiguo aliado, cada obstáculo, cada peripecia, cada
desvío, recuperando poco a poco su nombre. Empieza a salir de la zona fantasma,
de la muerte que lo aisló del resto del mundo y lo convirtió en incertidumbre,
en rumor, en olvido.
Las
aventuras de Odiseo bien pueden haber sido vividas, pero el marino es hombre en
quien el tiempo se hace espeso, a quien el mar disuelve las distancias y las
rutas. Aún encontrando su camino, sin desviarse un punto, el marino vive en la
pérdida. En el inicio de todos los viajes del navegante está la posibilidad de
no regresar jamás. Libre de ataduras o compromisos, enfrentado a su soledad y a
los riesgos que el mar le dispensa, el marino se abandona a su aventura. No hay
nada más en la empresa. Cumplirla, acabarla con felicidad. Acaso, entonces, sí,
el deseo de regreso se anime en el marino. Retornar para contarlo.
En
el espesor de los días de la aventura, el mar y el riesgo, el marino posee una
dimensión particular de los acontecimientos. Como todo está al borde, todo luce
más poderoso, más intenso, más febril, más terrible, más maravilloso de lo que
le parecerá quizás al hombre de tierra firme, quien sólo cuenta con la ausencia
como única dimensión para catar al marino.
Por
eso tienen las historias de los marinos ese matiz de exageración o de fantasía.
Fuera de la tierra, allende las costas, lo inverosímil es lo cotidiano, pero
para el cotidiano es lo increíble. Todo relato marino tiene esa expansión de
las fronteras entre lo real y lo fabuloso.
El
relato de Odiseo en el Palacio de Alcínoo es su respuesta al enigma sobre dónde
estuvo en esos casi diez años que han transcurrido desde que finalizó la Guerra de Troya. La
memoria, el tamiz de los recuerdos y los sufrimientos pudieron haber alterado
algunas cosas, y ese mismo carácter de testimonio de primera mano, achica el
problema de la veracidad o no de las historias. Verdaderas o no, estos relatos
constituyen la historia de Odiseo, y su excepcionalidad las valida por sí
mismas. La imaginación fabuladora triunfa en las narraciones de Odiseo, y su
carga simbólica y mítica se alza por encima del problema de la veracidad, poco
trascendente para la historia, en realidad. Sin embargo, parte de esos relatos
tienen una estricta comprobación. El de Polifemo, por ejemplo, confirmado por
la saña que Poseidón le dispensa al marino, y el del descenso al Hades,
tristemente corroborado por el encuentro con su madre, de quien él ignoraba que
hubiese muerto, como certificará sólo al regresar a Itaca.
¿Cómo
y por qué va convirtiéndose Odiseo en Nadie? Porque ese es el sentido
primordial de las aventuras narradas en primera persona de estos cuatro cantos.
Permanece sin dilucidar lo que ocurre con los dioses y los griegos en su
regreso, pero es claro que no están contentos. Quizás debamos verlo como una
suerte de “Síndrome del Juicio de Paris”: se gana el favor de un inmortal, pero
pierdes el de dos. No es muy buen trato. En la Guerra de Troya se jugaron y se
perdieron demasiadas cosas. Y aunque los filósofos griegos arguyan la idea de
la indiferencia divina, la ira olímpica es demasiado visceral para ignorarla.
Ninguno de los héroes y reyes sobrevivientes llega pronto ni con buena fortuna
a su destino. Ya se nos ha descrito la mala ventura de Menelao, Agamenón y
Néstor, pero lo de Odiseo es sensiblemente distinto: al salir de Troya, él y
sus marinos no se han saciado de destrucción. Así arrasan a los cícones y luego
huyen perseguidos por estos mismos, perdiendo varios de sus hombres. Así, en
fuga, cansados, nerviosos, llegan a la tierra de los lotófagos, y allí comienza
a desatarse la fibra vastamente simbólica. Estos soldados victimarios, que han
derramado sangre en Troya y no se han detenido con los cícones, reciben el don
del olvido en la flor de los lotófagos. Es una manera de borrar el horror. Si
olvidar puede ser una opción, entonces el deseo de regresar, cuando esto no
recompensa, no puede ser tan fuerte. ¿Y por qué no recompensa? Ya volveremos a
ello. En ese inquietante estado de ambigüedad, Odiseo y sus marinos llegan al
encuentro con el Cíclope. El episodio con el Cíclope representa el
enfrentamiento con lo inhumano, con la formidable fuerza residual de tiempos
remotos, cuando el hombre no era más que un advenedizo despreciado por dioses y
criaturas. Sólo el ingenio logró equilibrar las cosas, y ese mismo ingenio
salvará a Odiseo de su despiadado anfitrión. Frente al hombre “fecundo en
ardides”, Polifemo opone su único ojo, la visión enfocada, parcial,
restringida, y al perderlo queda en casi absoluta desventaja ante su
adversario.
Sin
embargo, más que la astucia con la que Odiseo sale airoso de la aventura, nos
interesa recordar el detalle más clamorosamente simbólico, no sólo de este
avatar, sino de La Odisea entera.
Odiseo oculta su nombre, su identidad, y se asume como “Nadie”. En esa
declaración ya se prefigura la invisibilidad que le dará la victoria contra el
Cíclope. Odiseo va disuelto en el nombre que no es ningún nombre, en el que no
designa a persona alguna, en el que no hay quien se reconozca o identifique.
Pero Odiseo parece haber hecho de eso una tradición. Volvamos al episodio
previo a la guerra de Troya, donde la impronta de Odiseo es tan crucial. Para
que Aquiles acceda participar en la empresa bélica, Odiseo lo engaña; para
alentar a Agamenón a decidir la partida, Odiseo propicia una manifestación de
la soldadesca y se esconde tras ella, mientras la presión popular obliga al Rey
de los Aqueos a sacrificar a su hija. Las armas de Aquiles, tras su muerte son
arrebatadas a Ayax por Odiseo que le hace trampa, que se le escamotea, y el
golpe final contra Troya, el del caballo de madera, ¿qué otra cosa es más que
un gigantesco disfraz donde Odiseo se disuelve de nuevo para triunfar sobre su
enemigo? Mientras Odiseo está oculto, mientras es “Nadie”, sale victorioso.
Pero la aventura con el Ciclope invertirá esta ecuación. Precisamente porque
Odiseo renuncia al disfraz. Al final de
la peripecia, ya vencido Polifemo, Odiseo no resiste la tentación de firmar su
victoria, y así, desde el barco le grita al Cíclope que quien lo ha vencido es
Odiseo, hijo de Laertes.
Con
esto Odiseo ha sellado su destino, pues a través del Cíclope sabrá Poseidón el
nombre del malogrador de su hijo, y su implacable venganza lo perseguirá por
los mares hasta la playa de los feacios. Odiseo reconocido, delatado, es
vulnerable, es un hombre más, a expensas de los dioses y del destino, a quien
se le hace más difícil escapar de sus golpes o salir airoso de sus combates.
Por ello, sin duda, cuando vuelve a Itaca se oculta de nuevo en el disfraz del
mendigo, figuración física del “Nadie” que ha sido tantas veces anteriores, y
con el cual logrará penetrar a su casa sin causar agitación y tomar
desprevenidos a sus nuevos enemigos, los pretendientes de Penélope. De hecho,
ha vuelto a esa práctica, desde que ha llegado al país de los feacios, donde ha
ocultado su nombre hasta que las lágrimas se lo impiden al recordar su propia
vida en el canto del aeda que relata los vívidos avatares de la guerra de Troya
en el banquete de Alcinoo.
Son
cuatro cantos o siete años siendo nadie: perdido en los confines del mundo, en
las latitudes desconocidas, donde el orden que él cultiva ya no rige. Ser
“Nadie es ser todos”. Lanzado al otro
lado el universo, volver puede ser una tarea demasiado ardua. Tanta que hace
atractiva la idea de no hacerlo más. La tentación de comer la flor de loto es
una forma de la asunción definitiva de la forma del ninguno. Sin embargo, cada
vez que Odiseo reafirma su nombre, decide luchar por el regreso, pero no sabe
cuán hondamente va el aroma de la flor de loto en su navío. Pronto veremos que
el todos plural que habita la singularidad invisible de “Nadie” tiene una
fuerza con la que al final Odiseo no podrá luchar.
Sólo
cuando conozcamos las terribles estaciones del viaje, podremos comprender cómo
en la boca del aeda que narra su pasado, que lo revela como recuerdo aún vivo,
Odiseo recupera su nombre como si hubiese vuelto a nacer y (aunque no es
cristiano) bautizado de nuevo.
_______
1) Vincenzo Consolo/Mario Nicolao: Il viaggio d'Odisseo. Bompiani, Milano, 1999. El pasaje citado es traducción nuestra.
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